Viejo es una designación cargada de dignidad. En las personas. No del todo en los objetos. Las falsas interpretaciones epicúreas de nuestros tiempos la han arrumbado a al concepto ofensivo de la inutilidad por una cuestión meramente estética. Es verdad, la vejez no es hermosa para la vista ni para la política de correcciones de las emergentes religiones laicas. La humanidad rinde culto a la juventud expresada en cuerpos cincelados en gimnasio y en sabiduría de botonadura. Pero se ha desvinculado de las mentes doctoradas en la edad. La historia, tozuda como una mula, sella transformaciones así con el lacre de las decadencias de civilizaciones.
Esto lo acaba de escribir un viejo. Me ponga como me ponga, lo soy. La todopoderosa burocracia administrativa me ha impuesto la permuta de activo a pasivo en el orbe laboral, la etapa productiva de la vida. Mi DNI refleja setenta años. El dígito, incluso desde números atrás, me otorga la condición de tercera edad con privilegios anexos de descuentos y gratuidad en bienes y servicios, aparte de trato de favor en los tiempos de espera ante ventanilla de negociado o banco. La fe de notario es la cesión de asiento nada más entrar en modalidad cualquiera de transporte público.
A los viejos nos seducen los números por la emoción y miedo que provocan las operaciones de sumar y restar. Llegar a los cien años hoy es casi rutina, pero aún es contundente símbolo de longevidad. Un setenta por ciento ya es pasado. Estoy a treinta años de esa frontera. Por expresarlo de otra forma: al treinta por ciento de mi futuro en el escenario más optimista de la buena calidad de vida. ¿Soy o no soy viejo?
No obstante, por encima de estos razonamientos, y de torpezas y retardos en movimiento y memoria, me agarro con fe de converso a la lozana espiritualidad de la acumulación de años. Esta agregación nos doctora a todos los viejos bajo el patrón aquí explicado, en la universidad de la vida, el compendio de conocimientos que hizo de la veteranía vanguardia de la razón en tiempos y colectividades pensantes, a través de didácticas que supieron tranquilizar las naturales impaciencias juveniles.
No me ofende que me llamen viejo. Es una realidad administrativa y numérica que constato sin acritud. Sí me acobarda la compañera de toda vejez: la soledad indeseable de superviviente de una época muerta en la cercanía de familia y de amistad.
ÁNGEL ALONSO