Para cualquier columnista, escribir del problema catalán ha venido siendo desde hace algunos meses una tentación irresistible. Eso se ha debido, fundamentalmente, a dos razones, la primera es la indiscutible importancia del problema y la segunda tiene que ver con los personajes, que se mueven en ese escenario y que son fuente de permanente inspiración para los periodistas, unas veces por su inagotable adanismo, otras por sus ensoñaciones políticas y casi siempre por su capacidad para la provocación y el desprecio de las más elementales normas de convivencia.
Sin embargo, hasta el día de hoy, el arriba firmante ha logrado eludir en sus columnas la cuestión catalana y todos sus actores de opera bufa. Ni siquiera la aparición en escena de Quim Torra, apóstol cateto del huido Puigdemónt, fue incitación suficiente para romper mi alejamiento periodístico de la tierra de Dalí y la butifarra. Pero lo ocurrido hace unos días en Tarragona con el Rey y con el acto inaugural de los Juegos del Mediterráneo ha hecho saltar por los aires todas mis defensas e indiferencias hacia la política y los políticos catalanes.
En primer término, como periodista me ha indignado la actitud acrítica y apesebrada de muchos profesionales de la información, que han dedicado una atención desmedida a la decisión cambiante del tal Torra sobre su asistencia o no al acto inaugural de los Juegos como si se tratara de un tema sustancial.
Pero en segundo lugar, como ciudadano español, me he sentido insultado por la impunidad con la que este politiquillo de provincias ha podido exteriorizar, al calor del acontecimiento deportivo, gestos y actitudes de falta de respeto, cuando no de abierto desprecio, hacia el jefe del Estado y todo lo que éste representa, incluso en Cataluña, muy a su pesar.
No se, amable lector, si usted estará de acuerdo conmigo, pero yo tengo la percepción de que entre determinados responsables políticos catalanes se registran unos niveles de impune hostilidad y desprecio hacia las más altas Magistraturas del Estado, que serían imposibles en cualquier democracia avanzada, moderna y consolidada del mundo. Y lo peor de todo no es lo que ya a ocurrido. Lo más inquietante es que no se aprecian en el horizonte signos de cambio en este panorama un tanto desolador para los que creemos que en la actividad política no vale todo y que el respeto institucional debe estar por encima de cualquier ideología o reivindicación nacionalista, que no por mucho insultar se independiza uno más temprano.
Los líderes políticos deben o deberían tener muy presente que sus opiniones y sus comportamientos tienen influencias y consecuencias singulares en muchos ciudadanos y de ahí que la prudencia se convierta en virtud muy apreciada en el sector, lo mismo que la terminación del la ESO, que no se debe olvidar que algún responsable público ha alcanzado cargos de alta remuneración, con baja escolarización.
Y, claro, eso de la baja escolarización, luego se nota mucho, por ejemplo, cuando ese líder con presiones foráneas y pretensiones internas no se comporta como un presidente educado, honorable y responsable sino como un chulo de merendero para agradar a su parroquia de secesionistas agradecidos.
Angel María Fidalgo