Suena el teléfono. La amiga de un buen amigo, con alto mando en la plaza, me pedía consulta y ayuda para temas relacionados con mi profesión. Hasta ahí nada nuevo bajo el sol. En mi gremio es habitual que la gente consulte sobre temas en que se supone, de hecho es así, los que nos dedicamos a ello tengamos algo que decir al respecto.
Y pasaron un par de cafés, despejando nubes, poniendo ejemplos y, sobre todo, poniendo todo lo mejor de mí para que su dilema no fuera tal y todo se solucionase con profesionalidad y tranquilidad. Más tarde supe que no fui el único a quien acudió la mujer de mi amigo. Hecho que confirmaba mi teoría de que era una persona muy activa y que no lo fiaba todo a una carta.
Pasadas varias reuniones con colaboradoras mías que le presenté y con ideas de comenzar cuanto antes. Yo no saldría beneficiado absolutamente en nada. Gratis total en mi caso. Lo cierto es que todo se aceleró. Aparecieron en escena otros personajes y yo para no crear problemas cedí mi propia colaboradora y facilité trámites legales poniéndonos siempre como actores secundarios. Craso error.
Después de varias reuniones más, mi propia empresa me reprochaba la candidez y la débil posición a la que nos había abocado mi política de mano tendida y poner soluciones donde surgían problemas. En un abrir y cerrar de ojos me ví fuera de todo el proceso. Eso sí, me obsequiaron con una camiseta oficial y un cuaderno. Botín de guerra, si es que alguien se lo tomó así. Yo desde luego, sólo acudí a una llamada para ayudar a una amiga.