Una mujer de izquierdas, símbolo de la Transición democrática, conminó hace pocos años a un auditorio de gente madura, en el que me encontraba, a legar a los descendientes el testimonio de nuestra vida. Añadió en su charla que no hay historia más poderosa que la de la hazaña de vivir el día a día. Y a nosotros nos tocaron tiempos duros de libertades restringidas, luego recuoeradas.
Aquella mujer imploró que la narración propuesta jamás estuviera sujeta a la palabra edulcorada. Todo lo contrario: nos pidió rigor en aquel testimonio. Si el suceso era amargo, adelante con todo su acíbar; si era goloso, nada de quitarle dulzor, a empacharse del azúcar que también regala de cuando en cuando la existencia. Era, según aquella activista, la mejor herencia que podíamos dejar para conformar en las siguientes generaciones una memoria real y auténtica de la época que tocó desmadejar.
La hice caso. Poco después de aquella exposición reveladora, me puse a la tarea con mi madre, una prodigiosa memoria en la estructura débil y castigada de un cuerpo a dos pasos de inaugurar la edad de tres dígitos. Me encontré cara a cara, libreta y pluma mediante, con una biografía real que machacaba todo atisbo de imaginación. Supe por ella lo que fue una etapa infantil y adolescente de guerra civil y posguerra, afrontada desde las hambres de la libertad y las cartillas de racionamiento, y desde las saciedades de la hipocresía de las apariencias, como la de una religión de jaculatorias, que no de mensaje evangélico. Aquellas palabras de una adorable anciana me reconciliaron con vivencias familiares que quedaron en un limbo memorístico de recuerdos trucados y enfrentados a medias verdades.
Pocas palabras hoy más torticeramente manipulada que la de memoria. La notaría que la da fe de vida sale de la política y de las militancias pragmáticas que abdicaron de los idealismos. Es un relato de parte, amasado en departamentos estratégicos, con el único fin de ser recurso a mano de argucias de calamar para despistar los demonios nacidos de los excesos y los disparates.
Apuesto por la memoria edificada en el testimonio de nuestros padres o de nosotros cuando llegue la hora de hablar a la prole. Nada de engaños. Llegará a los oídos de hijos, nietos, biznietos… pura, nítida. Va a ser legado de futuro. Dejemos a nuestros muertos en paz. Trabajemos por y para la didáctica de la cantera.
ÁNGEL ALONSO