Rafa

No me equivoco. Será una más de las miles de loas dedicadas a Nadal en uno de sus fines de semana más grandes, y mira que han sido. No importa. Me dejo llevar por el contento de una nación. Soy consciente de un síndrome de rebaño. Y mucho más con el hipocorístico elegido de titular,  que se habrá repetido hasta la saciedad.

Rafa Nadal es un campeonísimo del tenis. Un deportista legendario en esta especialidad. Lo era antes del veintiún Grand Slam de Melbourne. Pero, ese último domingo de enero, emergió no solo un único Zeus en Olimpo exclusivo, sino un humano que es lección inagotable de cómo subir a la red en el constante peloteo que es la vida, una sucesión continua de drives, reveses, dejadas y voleas, bolas lentas, rápidas y liftadas, saques y restos. Con muy escaso lapso para la relajación.

Nadal es el Merlín de la raqueta, pero a ésta no la maneja solo una muñeca. Hay una cabeza que ejerce de director de orquesta sinfónica con batuta infalible en la ejecución de las notas o en la entrada de instrumentos. Interpreta a la perfección lo mismo un adagio que un allegro. Es señor en el movimiento lento de la derrota y caballero en el rápido del  mordisqueo al trofeo.

Auténtica obra de arte en su personalidad. El impresionante palmarés no deja de ser una estadística que será rebasada. Rivales hay y habrá hambrientos de entorchados.  La heroica de Rafa es el razonamiento del niño grande que es, cuando dice que cada trofeo lo recibe como el primero. Un blindaje de fortaleza mental traducido en inmensa fe en la victoria. Son diecisiete años ya de amo y señor de las canchas y de las  gradas de todo el mundo.

Rafa, en un país cainita, es el gran consenso social como campeón y como persona. ¿Con cuántos Grand Slam se compra eso?

ÁNGEL ALONSO