¡Que se radicalicen ellos!

Hace algunos días, viendo las opiniones que hacían publicas los representantes de los distintos partidos, tras la sesión de investidura del presidente de la Junta de Castilla y León, todos los ciudadanos volvimos a percibir el alto nivel de tensión y crispación que existe en la política española. Como ya viene siendo práctica habitual, todos responsables políticos, una vez más, dedicaron más tiempo al insulto y a la descalificación del contrario que a la crítica inteligente y razonada de sus propuestas.

Es cierto que, en muchos ámbitos, la sociedad española ha evolucionado positivamente, pero también es verdad que en el de la política y en el de la convivencia ha ocurrido justamente lo contrario. Yo tuve la oportunidad de vivir de cerca y a fondo los años de la transición. Mi profesión me permitió conocer en primera fila muchos acontecimientos y a bastantes personajes, que alcanzaron un protagonismo esencial durante esta singular -y ejemplar- etapa de nuestra historia reciente.

Y debo confesar, con un poco de pena y otro tanto de nostalgia, que el clima social y político de entonces estaba absolutamente alejado del que ahora padecemos, además, con evidentes señales de constante agravamiento. Los periodistas podíamos opinar, sin riesgo y sin miedo, en nuestros medios y los políticos podían confrontar sus ideologías y proyectos en un ambiente de mutua comprensión, cordialidad y respeto, que hizo posible el que se pudieran alcanzar los acuerdos necesarios para solucionar los graves problemas que entonces nos aquejaban, en el ámbito económico, en el  laboral y en el político, a pesar de que la memoria de lo ocurrido durante la larga dictadura, estaba todavía muy presente  en todos los actores políticos.

Se partía de la premisa, común y compartida, de que nadie estaba en posesión de la verdad absoluta y de que todos tenían capacidad para aportar cosas positivas a los adversarios. Ahora esta premisa ha pasado a mejor vida, víctima de la intolerancia y de la ignorancia, consagrándose la consigna de que solo es aceptable lo propio o lo de los míos y que lo que está fuera de ese círculo solo merece, el desprecio o la descalificación.

Estoy convencido de que, en el actual escenario político, si el mismísimo Albert Einstein, en su hipotética condición de representante de uno de los dos bloques, hoy contendientes, formulara cualquier teoría, incluso la reconocida de la relatividad, ésta sería automáticamente rechazada por el otro bloque, solo por ese hecho, con una enmienda a la totalidad, y sin entrar en ningún otro tipo de análisis crítico o científico. En definitiva, se trata de rechazar o de insultar, al contrario, y punto. En algunos casos se va más allá, proponiéndose la aplicación de un cordón sanitario, que ya es la repera. Esos cordones no son democráticos, pero si muy contundentes en materia de condenación y desprecio.

Así las cosas y la política creo que los ciudadanos de a pie, es decir, los que estamos alejados de los pesebres y de las marrullerías y de las componendas y de los intereses y de las ambiciones y de las miserias de la política deberíamos hacer un ejercicio colectivo de reflexión para intentar recuperar los niveles de concordia y convivencia que se han visto deteriorados por la progresiva radicalización de nuestros representantes políticos.  A tanto ha llegado la cosa -o el deterioro-   que hoy la relación o el diálogo o la concordia con los que no piensan igual se ha convertido en un hecho excepcional en nuestra sociedad

Posiblemente, muchos padres de la patria, a falta de otras cualidades o capacidades, no sepan ir mucho más allá de la ofensa lanar o de la descalificación por razones de disciplina de partido. Pero los ciudadanos creo que todavía nos podemos permitir el lujo de la libertad, de la discrepancia inteligente y del diálogo constructivo para caminar hacia el futuro sin más sobresaltos que los que, inevitablemente, nos puedan producir las pandemias o la barbarie de sátrapas descerebrados que, para deshonran de la humanidad, gobiernan algunos países.

Insisto: ¡que se radicalicen ellos! Nosotros tenemos cosas más interesantes que hacer.

 

Ángel María Fidalgo