Pueblo

Para muchos urbanitas de obligación, que no de devoción, pueblo es palabra idílica, sinónimo atinado de escapada, grafismo bendito de refugio. Tenerlo en el zurrón de las devociones es alimento para el largo y sinuoso recorrido de la vida.

Soy de pueblo, quiero serlo, aunque en la partida de nacimiento esté escrito el nombre de una ciudad que contabiliza en millones el censo poblacional. Me toca residir en sus lindes, y en ellas introduzco el voto en la urna cuando toca la movilización electoral.

Mi naturaleza pueblerina no es acta de ruralidad. Está inscrita en el árbol genealógico. Es sangre paisana en las venas. Generaciones abajo leo nombres con mi apellido, que honran el nacimiento y estancia  en poblaciones hechas para estar sin el acto de fe de residir. Soy prisionero de la disyuntiva entre nacer y pacer para buscarse los garbanzos. Un sarcasmo vive pegado a mi existencia: mi pueblo no es de esencia ni de presencia, pero cubre a plenitud las aspiraciones ansiadas de la escapada y el refugio.

Tengo mi pueblo, no como subterfugio del éxodo turístico en casas rurales de fin de semana, puente festivo o quincena vacacional. Allí, en recinto pequeño, recoleto, conservo mi casa, con tajante posesivo. La que fue de mis bisabuelos, abuelos y padres. Es el legado familiar que me permite enarbolar el orgullo de saberme de un lugar. De tener a mano, para cualquier emergencia de identidad, el hoyo de donde salen las raíces.

Tres días acabo de conceder a mi pueblo en las recién concluidas vacaciones navideñas. Venía de ciudad que, como otras, ha prostituido el espíritu de esta fiesta en un soez espectáculo de berreas al consumismo sin freno. Aquí ha prosperado la arenga de regidores a taponar calles comerciales hasta un irresponsable bloqueo peatonal. Con tal actitud sacan pecho de excelencias ciudadanas traducidas al único idioma que entienden: el mercantilismo sin orden ni concierto. Para el de fuera, no para el de dentro.

Tres días en mi pueblo, el de verdad, que he paseado a solas con mis pensamientos en esa oscuridad de la fría noche invernal, levemente amortiguada por unas bombillas que celebraban sin agredir ni competir. He visto el árbol en el centro de la plaza con alegre presencia infantil en un derredor sin aglomeraciones. He deleitado el oído con los villancicos sonando en las calles. He hecho boca agua en los escaparates de las confiterías. Mi pueblo, sin duda.

ÁNGEL ALONSO

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