No hay gran ciudad sin calle donde las gentes transiten con el propósito de lucirse como viandantes entre la multitud. París oferta los Campos Elíseos; Londres, Oxford Street; Madrid, el eje Prado-Recoletos-Castellana; Nueva York, la Quinta Avenida. Son, cualquiera de los ejemplos, tan obligados de visita, como una pinacoteca o una catedral.
Astorga tiene en el Paseo de la Muralla su pasarela de lucimiento en el desfile a paso corto, inherente a la caminata que lleva no se sabe bien a dónde. Incluso al sinfín de idas y vueltas con el que encadenarse a un embrujo.
Los lugareños, parcos en palabras y agudos en observaciones, bautizan el lugar como La Muralla, a secas. Se antepone y enlaza la identidad de paseo por ser territorio exclusivo de la parsimonia peatonal. La jerga ciudadana omite, en cambio, la oficialidad de callejero y de protocolo postal, en la exigencia de nombre y apellidos de la celebridad paisana que la nomina. La identidad se somete al dictado de lo visto.
La Muralla es una balconada a horizonte semiesférico, abierto al paisaje maragato, de tierra almagre; a las albas y atardeceres de rojo subido; al fogonazo expectante de los relámpagos, emisarios de las tormentas; al recorrido del sol en la didáctica astronómica de las estaciones. Y, sobre la superficie, ejerce de altar de la divinidad totémica y ubicua del monte Teleno.
La Muralla fue la metáfora del arriba y abajo de los tiempos desiguales y azarosos de la fortuna. En lo alto, la hilera de casas burguesas, insignias de la posición social. En los abajos, la sucesión de huertas que acallaron, en tratado económico de subsistencia, las hambres y el rugir de tripas en tiempos peores.
La Muralla fue camino polvoriento pateado por el negro de las sotanas y el caqui de los soldados. Seminario y cuartel convivieron en Astorga dejando huella no borrada. Hoy es pavimento flanqueado de parterres ajardinados que alimentan vistas y olfatos.
La Muralla, su paseo, es pasarela de distinción en hechizante miniatura urbana.
ÁNGEL ALONSO