La apertura extrema del abanico de las desigualdades ha magnificado en el proscenio social la nueva y arrolladora clase de los opulentos. Siempre han existido. Pero esa representación de la avaricia nunca se ha expresado con la grosera demostración de materialismo que ostenta hoy.
Los opulentos, para realzar su oropel, necesitan de urgencia la exageración de indigencia en sus opuestos: los miserables. De este modo, el contraste coge la verdadera tonalidad del agravio. La opulencia se tiene que visualizar con el abuso descarnado del uso de los dineros.
En cada lugar nunca ha faltado el tonto y el rico del pueblo. Antes, uno era el simplón; el otro, el cacique. Extremos que ha ensanchado el huracán de posesiones y carencias a la vista, de lleno, ambas, en la parcela de la inmoralidad. El presente conjuga la dualidad moderna con el triunfador en el nuevo rol del excelso adinerado, y con el perdedor, que es pobre por eso, por tonto, porque está en la obligación de saber que el sistema es generoso en la igualdad de oportunidades para llenar la buchaca.
El opulento ha desplazado al millonario o antiguo oligarca a una escala social de clase media-alta. Según la creencia convencional, en el club de los ricos se ingresaba con la acumulación de un millón en la faltriquera de los ahorros. Por mi experiencia, no parece tarea fácil, porque estoy muy lejos de la cifra en la hucha particular. Pero inflaciones galopantes y corrupciones o pelotazos a la orden del día, han masificado el antaño selecto y discreto club de los pudientes. El arquetipo de clases medias esbozadas en buenos sueldos profesionales resulta una abstracción de desclasados.
El dios dinero ha arrumbado a los ricos y encumbrado a los opulentos. Aquéllos son normalidad; éstos, exclusividad. El paso adelante se consigue con la extralimitación de las posesiones indignantes. No hay opulencia sin yate o avión privado o mansiones al estilo Xanadú, con el toque de horterada necesario para autentificar que los inmensos caudales no dan siempre para adquirir el buen gusto y finura estéticos.
El opulento es un fijo de las listas de milmillonarios que prosperan sin freno, para restregar por las narices a los mortales, fortunas individuales que rozan ya el patrimonio nacional y colectivo de un PIB de país en desarrollo. Logros en otros campos como la ciencia o la cultura están condenados al anonimato Pésimos tiempos para el valor intangible de las cosas.
ÁNGEL ALONSO