Era un pueblo de zarzas y ortigas, de casas destartaladas y sin puertas, saqueadas, que
parecían esperar cobrarse la vida al que perturbase el descanso de los inertes hogares,
sepultándolo bajo sus milenarias paredes de cuarcitas al pasar, o golpeándole la cabeza, con
una de sus toscas losas de pizarras. No podías estar mucho tiempo allí, no debías estar allí,
era incómodo, te sentías observado, notabas la presencia de sus antiguos pobladores, podías
escuchar, incluso, los lamentos de un pueblo fantasma que clamaba por nuevas almas.
Mi tía Josefa me decía que no fuese por allí, que sólo había pulgas de un raquítico rebaño de
cabras que se guardaban en una de aquellas apestosas cuadras, oscuras, y atestadas de
estiércol.
Luego, alguien puso allí unas vacas que eran cuidadas, por decirlo de alguna manera, por dos
extraños pastores alcohólicos, más acostumbrados a la vida nocturna de un humilde barrio
obrero de ciudad periférica, que al aislamiento y la soledad de unos parajes olvidados. Uno de
ellos era el más simpático, sin casi dientes, no debía ser muy mayor, pero castigado por una
vida llena de excesos, inventó la primera motocicleta con remolque del Bierzo, que le servía
para llevar las bombonas de butano desde Ponferrada, hasta las alturas de Palacios, por una
embarrada pista de tierra, no sin antes parar a tomar un “cacharro”, o dos, o tres…
Del otro sólo sabíamos aquello de que “tenía muy mala bebida”. Ya se pueden imaginar.
Hasta que llegó Miguel Gallego con su familia y acólitos. Jóvenes melenudos y barbudos.
Ecologistas en tierra de cazadores. Defensores de lobos en zona de pastores. Pajareros contra
rapaces sin alas. Militantes de las alimañas. Salvadores de culebras, okupas de ruinas, y
comedores de niños, entre otras cosas, más lisérgicas.
Y se pusieron a hacer lo que hace éste tipo de parásitos del mundo rural.
Compraron casas y las comenzaron a reconstruir con piedra de la zona, madera y pizarra,
respetando la tradicional estética de un pueblo berciano de montaña. Realizaron desbroces
sostenibles en fincas abandonadas y colmatadas de maleza como medida de prevención de
incendios. Colaboraron en la plantación de pinares en las calvas de las montañas para evitar la
erosión, para atrapar humedad, y como medida para luchar contra el calentamiento global.
Multiplicaron la biodiversidad vegetal con arbustos y árboles reservorios de comida que
mejoraron las condiciones de supervivencia de pájaros e insectos durante todo el año, y sobre
todo, en los meses más fríos. Construyeron un observatorio de aves y varias lagunas
artificiales para favorecer la conservación del tritón ibérico.
Y Palacios se volvió un hogar para las mariposas. Algo inesperado. Un lugar en donde
abundan los lepidópteros diurnos y nocturnos. También los quirópteros, escondidos en viejos
tejados, esperan que llegue la noche para equilibrar, junto con los pájaros, la abundante
población de insectos.
Incontables campañas para censar y anillar aves. Un sinfín de horas de vigilancia de nidos de
especies con protección especial. Ellos son los únicos que saben localizar perfectamente los
abruptos lugares en los que anidan especies protegidas, como el águila Real, y ahora, los de
avispas velutinas, tan temidas por nuestros apicultores.
Es la primera asociación ornitológica, única hasta hace unos pocos años, en la provincia de
León. Fue el lugar donde estudiantes de carreras medioambientales de las universidades de
León y Salamanca realizaban sus prácticas y trabajos de campo, durante muchas
promociones. Los ecologistas los acogieron en sus nidos.
El aula de la Naturaleza, las charlas sobre avifauna en colegios e institutos de Ponferrada, y en
otras localidades bercianas, son más ejemplos de la implicación de la asociación, y de sus
miembros, en la tarea de concienciar a las futuras generaciones sobre la conservación del
paisaje y del medio natural.
Decenas de proyectos realizados, desde la acción local ecologista, gracias a un colectivo de
hombres y mujeres, voluntarios y voluntarias, que han creído, y continúan creyendo firmemente
en los valores de Tyto Alba, y en sus abanderados de Palacios de Compludo.
Hace solo veinticinco años, se les entregó la responsabilidad de custodiar un territorio
quemado, seco y baldío, abandonado, y nos devuelven, a todas y a todos los bercianos, el
mejor bosque recuperado y con más biodiversidad de los Montes de León.
Como no podía ser de otra manera, por contaminación positiva, descendientes, y nuevos
vecinos y vecinas, compran casas viejas para invertir sus ahorros y darles vida. Se desbrozan y
señalizan antiguas rutas que unían a los habitantes de las montañas, como la senda del Oso y
la ruta de los Gualtones. Se redescubren espectaculares lugares olvidados, escondidos en la
espesura de los valles y en las inexpugnables alturas. Se ha puesto en valor “todo lo rural”, lo
recóndito. Lo auténtico. Lo conservado. La pura etnografía berciana.
Creo que el futuro es alentador. La continuación de la obra está asegurada. Son “demasiados”
los infectados por el parásito ecologista. Son muchas las víctimas que en 25 años se ha
cobrado una asociación de personas, que tenían, y que siguen teniendo, afortunadamente, la
cabeza llena de pájaros.
Muchas felicidades, y muchas gracias a Miguel, a su hijo Ernesto, a Juan, a Carlos y a otros
tantos defensores de los bosques, de las aves, de los bichos y demás alimañas bercianas.
Javier Pérez Acebo