Todavía están presentes las imágenes del 1 de mayo, cuando hemos tenido una segunda parte en León y Ponferrada con el 12M. Las pretendidas movilizaciones sociales se han quedado en un mero encuentro de cuatro amigos y el vecino que pasaba por ahí. No nos engañemos. La sociedad no se ha echado a la calle. El hastío, que se sabe llega a límites insospechados como la radicalización de los discursos, el populismo político y la riña electoral más sucia en muchos tiempos; no se ha visto reflejado en el seguimiento de la ciudadanía en calles y plazas que antes sí se llenaban por otros conflictos económicos y sociales.
La culpa no la tienen sólo los sindicatos, que ya no representan a toda la clase trabajadora, sino a una pequeña cantidad embuída en sus asuntos de clase. La causa última es que la propia vida ha cambiado.
Los sindicatos ya son una pieza más asimilada en el sistema. Un engendro diabólico en el que los partidos son gestionados como empresas abandonando las ideologías. Los sindicatos son una prolongación de éstos, cuando ya estamos en otra etapa, en otro estadio de la situación. Su función de velar por los derechos de l@s trabajador@s todavía puede verse justificado en las grandes empresas, donde sí tienen cierto margen de poder. Pero en España más de la mitad de las personas activas lo son en medianas, pequeñas y microempresas. Los autónomos, grandes maltratados en esta nación, están apartados de las fotos cuando se habla de diálogo social, interlocutores sociales o acuerdos laborales. Los sindicatos tienen mala imagen, mala prensa. Tengo buenos amigos y conocidos delegados sindicales, hay excepciones por supuesto, pero la fama de una lucha ficticia que esconde una forma de vida placentera y lucrativa la tenemos todos en mente con muchos ejemplos que conocemos, empezando por los ayuntamientos. La corrupción del sistema político también llegó al sindical y en todo lo malo se han mimetizado. La gente ya no cree en ellos y no son líderes sociales que convoquen a algo y tengan un seguimiento grandilocuente. Lo hemos comprobado una vez más. En la manifestación contra las condiciones de la Sanidad el miércoles en Valladolid eran medio millar y la mayoría pertenecientes “al aparato”. El día 12 casi ni 200 por las calles y plazas de la capital berciana en protesta por esta política salvaje de desguace de una comarca y una provincia que con un potencial de primera se ha relegado a los últimos lugares en todos los registros salvo en el desempleo y la despoblación. Ahí vamos bien, vamos bien…jodidos.
Pero el peor de los enemigos no es el sistema, en términos absolutos. Lo más dañino es el desencanto, la negatividad, el darse por vencidos, tirar la toalla, renunciar ya a luchar. Un dato llamativo es la necesidad, esta misma semana, de poner un teléfono para prevenir suicidio, una lacra que destapa la soledad y tristeza de las personas que habitamos nuestras patrias, la chica y la grande. Es más capaz de movilizar a las masas una cantante de moda, una youtuber, un influencers que cualquier premio Nóbel. Los héroes de nuestros relatos vitales han cambiado. Lo superficial se vuelve importante. El dinero y la belleza exterior son el objetivo para el éxito. El esfuerzo y la voluntad quedan anulados.
Y así hasta los estertores finales de lo que quedará de nosotros si no hay una revolución, un cambio. Estamos en un primer estadio de una revolución digital que cambiará al mundo, las relaciones sociales, la economía y hasta las guerras. Y quien crea que puede mantenerse como siempre en su forma y concepto de vida está abocado a la ruptura con el presente y el futuro. Los manifestódromos son ahora las redes sociales. Por desgracia, sí, por lo deshumanizante, pero es lo que hay.