Que somos especie gregaria está admitido desde las crónicas de la prehistoria. El hombre es dualidad individual y colectiva. No se aviene a prejuicios en las dos estadías. Puede muy bien estar solo en la compañía y acompañado en la soledad.
Esta última es problema universal. Ciertos países han dramatizado el aislamiento no deseado, hasta el punto de tratar la cuestión como estratagema de servicio público. Han creado, con tal propósito, carteras ministeriales al efecto de combatir contra él, desde la demostración contundente del poder. También se suceden terapias de grupo con las que paliar una de las lacras más lacerantes. Una persona en soledad es la locuacidad máxima de las insuficiencias contemporáneas.
Quizá como ilusión compensatoria, el mundo de hoy traslada el péndulo al extremo de las muchedumbres descontroladas. Octubre ha padecido dos acontecimientos que han acongojado al orbe: uno, en un estadio de Yakarta, capital de Indonesia, con el resultado de 131 muertos y casi 500 heridos; otro, en Seúl, donde una multitud se congregó en un angosto callejón, provocando la muerte por aplastamiento de 150 seres. Ni han sido los primeros ni serán los últimos. Fútbol y Halloween, respectivamente, hicieron de cuerno de llamada a las masas.
La soledad es el rostro llagado de esta sociedad. La muchedumbre es la cara cordial, porque la congregación de gente automáticamente se asocia al buen rollo y a la obligatoria necesidad de socializar. La llamada al aislamiento nace de los adentros; la del barullo, de las afueras. Es sabida la inclinación poderosa a la exteriorización de esta era planetaria.
La economía, y su sistema sanguíneo, el consumo, ya no se conforman con ganancias modestas. Se hace imperativo construir un sistema donde todos acudan como moscas al panal de rica miel de diversión y confort asegurados. El turismo de masas confunde el viajero de antaño con el turista en el sentido peyorativo de plaga. La cerveza tranquila en una terraza de bar muta al tumulto caótico e invasivo de sillas y mesas en las aceras invadiendo espacios peatonales.
El ocio patrocinado por los poderes económicos y políticos es el ocio de berrea, encadenado a los instintos. Nadie se extrañe que en ocasiones los excesos sean titulares de portada o de sección de sucesos. Pero en esta guerra por otros medios, los cínicos convencionalismos perduran. Las víctimas de estos abusos son bajas colaterales. Y que no pare la fiesta.
ÁNGEL ALONSO