Desde hace ya algunas semanas hemos podido escuchar en medios de comunicación la importancia que tiene el concepto “libertad de expresión” dentro del mecanismo democrático de un país. Existen, en la actualidad, diferentes rankings internacionales relacionados con este concepto. Estos estudios otorgan a cada país un valor numérico permitiendo enumerar a los diferentes países en el cumplimiento y defensa de la libertad de expresión. Ciertamente no creo que muchas personas dentro de nuestras fronteras estén en contra de la libertad de expresión y de su aplicación, la libertad de expresión debe ser un derecho que no solo debe defenderse desde la ciudadanía sino que el estado debe garantizar. Así lo atestigua el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y el artículo 20 de nuestra constitución. No obstante muchos han sido los pensadores que han reflexionado sobre los límites que se deben fijar a este derecho. El presente artículo pretende hacer una reflexión del concepto: libertad de expresión.
“Nadie puede coartar o restringir mis ideas como ciudadano, tengo derecho a opinar y a mostrar mis inquietudes a través de las redes sociales, a publicar artículos o comentarios sobre mis opiniones sin que nada ni nadie pueda decirme nada al respecto. Y si alguien se molesta, pues…”
Este fue el comentario que escuché hace unos días en un programa televisivo dentro de la vorágine informativa que se vive alrededor del concepto libertad de expresión tras lo acontecido en París. Desde luego creo que muchos de ustedes pueden tener una opinión similar a la reflejada anteriormente, al menos en lo referente al fondo del mensaje, pero igualmente creo coincidirán conmigo en afirmar que no todo debe ser permitido y que si el fondo es importante también lo deben ser las formas. El problema surge cuando un mensaje lanzado libremente, escudándose en la libertad de expresión, traspasa la frontera del respeto y pasa a herir la sensibilidad y libertades del receptor. Al igual que discutían los pensadores Mill y Feinberg en la década de los 80, se debe establecer un límite ético a la libertad de expresión. Mill proponía que dicho límite debía fijarse según el daño ocasionado en el receptor mientras que Feinberg defendía que el principio de daño pone el listón demasiado alto y que algunas formas de expresión pueden ser legítimamente prohibidas por la ley por ser suficientemente ofensivas. Dicha disputa parece revivir hoy en día, cerca de 30 años después.
Desde luego parece complicado poder definir una barrera entre daño y ofensa, conceptos como la subjetividad, la sensibilidad… toman cuerpo entre dichos términos. No obstante, si algo queda claro es que no debemos equivocarnos, no debemos mezclar libertad de expresión con mentira, falsedad, ofensa o desprestigio. Desde luego todos tenemos derecho a expresarnos libremente, pero igualmente todos entendemos que dentro de la citada libertad existen unos límites que para el buen entendimiento no es ético ni cívico sobrepasar, y es justo en esos límites donde se encuentra la delgada línea entre daño y ofensa.
Todo lo comentado coge aún más fuerza si nos adentramos en el mundo de las redes sociales, un universo alternativo donde lo escrito parece tener menos fuerza que el sonido necesario para pronunciar esas mismas palabras. Incluso es curioso ver como personas respetuosas, a priori, parecen sufrir una metamorfosis escudados en sus perfiles digitales dentro de las diferentes redes sociales. Desde luego creo que la sociedad debería replantearse algunas cuestiones que empiezan a ser urgentes en relación con el término libertad de expresión porque el problema no lo tienen los que respetan los derechos de sus conciudadanos sino que lo tenemos todos con respeto a los que no lo hacen y se escudan diciendo “es mi derecho”.
No seré yo quien determine la fina línea existente entre libertad de expresión y respeto, daño u ofensa, pero si tengo claro que sin tener presente el término “respeto” es muy difícil ejercer correctamente la “libertad de expresión”.