Madrid es capital puesta de moda por un sector turístico que solo ha asimilado la primera lección de la ciencia económica: la ganancia al minuto. Las consecuencias a posteriori de esos beneficios llovidos como maná están sin aprender o eludidos para que la orgía estadística de visitantes no decaiga. Las distopías posteriores en materia de calidad de vida ciudadana o de huella contaminante están fuera de programa, pero acechan y se presienten.
El rostro de una ciudad se aprecia en las superficies, en los monumentos. París, Londres, Roma, Berlín… son atractivas, guapas, por los ojos azules de la torre Eiffel, la boca carnosa del Big Ben, la nariz pizpireta del Coliseo, o la tez suave de la puerta de Brandeburgo. Es el muestrario típico y tópico cara al turista: el telón de fondo de la masificación del selfi.
Sin embargo, el viaje cuenta con un componente olvidado, pura derivación lógica del concepto: el viajero. Éste sobrepasa las connotaciones superficiales del turista. Un viajero avezado no se conformará con la única visualización de las atracciones de folleto. Siempre irá más allá en el desafío de tomarle el pulso a la ciudad visitada.
Mi experiencia de viajero me ha enseñado que una cita ineludible con ese objetivo es darse una vuelta por las redes del Metro o suburbano, puerta abierta a las intimidades de la ciudadanía. No busquen en las entrañas del subsuelo urbano la espectacularidad de una arquitectura o un cuadro. Van a encontrar el fiel retrato de una idiosincrasia local, puede que nacional.
Revelador como pocos es el viaje mañanero de la población laboral, bostezante, inexpresiva, cautiva de rutinas que vacían las existencias. En los vagones del convoy viaja el elenco completo de las edades. Los jóvenes, seducidos en el magnetismo de ceguera y sordera de la telefonía móvil. Los mayores, en la vaguedad de sus observaciones y, si hay suerte, enfrascados en una lectura. La otra hora punta, la del regreso, es calcomanía de la ida, aunque con más fiel expresión del cansancio o del bostezo, elevado a cabezada reparadora.
En los pasillos la circulación de las gentes es la alegoría del sistema circulatorio, las venas del lugar. Un acá para allá, animado por músicos en clandestinidad de catacumba, para mostrar sin ambages la bohemia del arte. O la amalgama de lenguas y atavíos, macedonia filológica y folclórica de los mestizajes.
El Metro es un museo de la vida.
ÁNGEL ALONSO