El afán contemporáneo por encasillar las dimensiones del espacio y el tiempo desemboca en una pulsión por apellidar las generaciones. La de los nacidos en los sesenta del siglo XX se ha bautizado como la de los babyboomers. Las décadas que siguieron se reconocieron con la correlación de las últimas letras del abecedario: x,y,z, símbolos que también se corresponden con las operaciones algebraicas de la matemática o de las ecuaciones con varias incógnitas.
El final del veinte y el comienzo del milenio instauró una saga de nacimientos que se identifican como millennials. Portan la edad que asoma a la batalla sin tregua por la existencia. No les va bien, porque con sinceridad inteligente, hay que admitir que los que les precedieron no les han dejado la buena herencia que los anteriores recibieron.
Esto lo está escribiendo un alumbrado al mundo en la primera mitad de la década de los cincuenta de la pasada centuria. No tenemos billete de procedencia con letra, como los que no siguieron inmediatamente después. Éramos huérfanos tecnológicos. Fortuna tuvimos con ser niños de la posguerra suave, del desarrollismo que trajo el 600, de la masificación de las elitistas universidades y de abrirnos al pensamiento de la rebeldía a través de sus cátedras.
No me resigno a encasillarme, y hace unos días, en uno de mis escritos de recuerdos me vino a la memoria el desinfectante curalotodo que fue en esa niñez coetánea la mercromina. Me encaja bautizar a mi innominada generación con este nombre de un compuesto farmacéutico que curaba las heridas superficiales o rozaduras de nuestros juegos colectivos de calle, dejando la marca de un rojo intenso en la piel que tardaba días en borrarse. Eran como los galones en las mangas de los uniformes de los soldados heridos en combate.
La mercromina, un preparado a base de mercromina y un montón de elementos más, la mayoría ilegibles, fue un estupendo portavoz de nuestra generación sin nombre de letra o sajonizado. Hacía patente un orgullo de niño travieso y audaz, que no se arredraba ante los riesgos de juegos o pedradas sin protección alguna, a carne descubierta, por aquellos pantalones cortos, que nunca supimos si eran reminiscencia todavía del culto al ahorro familiar en ropajes y telas.
Da la casualidad de que la mercromina cumple en 2025 los noventa años. Todavía la sirven en farmacias, pero ya no se ve como cobertura de un modo de vivir y jugar a tumba abierta.
ÁNGEL ALONSO