El mar, o la mar, como gustaba citarla, en femenino, a la marinería clásica, prepara las galas de la temporada alta de vacaciones. Imprevisible como todo fenómeno natural, no promete calmas ni tempestades a plazo fijo. Su razón de ser es el capricho. De ahí, su calma y su peligro, hipnóticos, en las aguas mansas y en las bravas Por eso nos seduce sondeando en esa inmensidad soluciones o terapias a las condiciones humanas.
Junio es mes tempranero con alboroto de ansiedades por la clausura del ropaje de los fríos y oscuridades. El mar en este mes es un aperitivo del banquete estival a la vuelta de la esquina. Llegan los primeros comensales y lo hacen con hambre lobuna a cazar el sosiego que llevan meses prometiéndose como libertad provisional del penal de las rutinas.
Veo ahora un mar de junio, desde una playa con cuatro gatos, en su mayoría farfullando idioma ajeno. Todos con la espalda en variable ángulo de inclinación delantera y el paso dubitativo, fes de vida en cuaderno con el solo blanco de las últimas páginas pendientes de llenado.
Somos los jubilados, a la búsqueda de un paraíso de soledad deseada que borre la homónima del latigazo de los años y del complejo creciente de juguete inútil en el desván. Desde la playa, en el silencio solo roto por un pausado oleaje, a pocos días del griterío infantil de las aguadillas o de la ocupación del escaso espacio por cubos y palas en manos de los rapaces, buscamos como detectives edades pasadas que imaginamos todavía escondidas en el horizonte mestizo de los azules marino y celeste.
Tampoco nos rostizamos, como antaño, en la implacable fuerza solar del verano. Todo lo más, una exposición breve, lejos de las carnestolendas, porque la dermis presenta sospechosas credenciales de arrugas y manchas. Camisas y camisetas de algodón, gorras y viseras para prevenir las insolaciones que ya desde niños eran alertadas por nuestros padres. Estos son hoy los acompañantes obligados del traje de baño, apremiado a ocultar y no a mostrar.
El tránsito por el chiringuito se limita a una sentada larga, silenciosa, de miradas vacías en la vaguedad infinita de los límites marinos. Se hace fuerte una melancolía que calienta la cerveza por pasividad del paladar. El silencio es el tema de conversación, más por esencia que por argumento de charla. El mar es un código indescifrable de la existencia.