Licor

Ocurrió hace…. Bueno, qué más da. Sucedió, simplemente. Cosas de la edad. De no ser así, ni la más mínima importancia. Comí opíparo en uno de esos restaurantes que  llaman lounge bar. De picar, con su anarquía asociada. Nada de menú con primero, segundo y postre o café. Minimalistas en decoración. Mesas huérfanas de mantel. Camareros de sonrisa dibujada y tuteo reglamentario. Pedí, porque la digestión se anunciaba pesada, una manzanilla con unas gotas de anís que, de siempre, me ha facilitado las transiciones de la comida entre las vísceras. Me miraron raro como si hubiera reclamado, no sé, ¿kriptonita? La infusión, sí; el licor, no. Definitivamente, estos tiempos me descolocan. Estoy en un fuera de juego de la vida como de diez metros por detrás de los guardianes de las ortodoxias modernas.

En los locales de moda de la hostelería han desaparecido estos brebajes. Uno cree que se ha reeditado una ley seca para los licores llamados espirituosos, envasados en botellas de estilo kitsch. Una taberna, un bar de mesas con taburetes, un restaurante con manteles a cuadros rojos y blancos no se hubiera permitido, ni se lo permite ahora, retirar frascos, con etiquetas alusivas a una España casposa, pero más genuina que la de hoy, colonizada de costumbres foráneas. Han llegado hasta usos, como la comida y la bebida, donde somos catedráticos, por los siglos de los siglos, del epicureísmo bien entendido y mejor practicado.

Nadie se acuerda del boato de un banquete con el colofón a los manjares servidos, de la concatenación café, copa y puro. El primero sigue teniendo público y liturgia. La segunda deambula por territorios de la modernidad pija. El tercero, tabaco, es delincuente reclamado en los juzgados de lo políticamente correcto y lo sanitariamente necesario. Los tiempos imponen nuevas disciplinas. Pero me resulta difícil olvidar los rituales de sobremesa de mis mayores, acompasados  en los placeres degustados a paso lento.

Un anís, un brandy (antes coñac), una ginebra a palo seco o un ponche, o sus combinaciones en la palomita o el sol y sombra, eran los acompañantes fieles de las partidas a cartas o de dominó en la tasca del lugar. Establecimientos invadidos del aroma pegajoso del Farias que se iba consumiendo en abigarrada ceniza gris, entre el cante de las cuarenta, un órdago a la grande o el ahorcamiento del seis doble. Así éramos en los hogares de emergencia que fueron los bares.

ÁNGEL ALONSO