Hoy, 23 de abril, cuando esto escribo, homenajeamos a la herramienta que ha encendido la luz de los pensamientos y de la imaginación. No es casualidad que los totalitarismos y las supercherías lo hayan señalado como enemigo irreconciliable. Son amigos leales y compañeros providenciales en las soledades.
Esta columna es tributaria de una extensión estandarizada, compromiso que, por una vez, permítanme que eluda, pero es que escribir de libros y lecturas es un caudal inagotable.
Mi vida es un ininterrumpido paseo por los libros. La infancia recibió oralmente los cuentos de abuelos, distracción de los días en cama por sarampión, paperas o varicela. Aquellas historias empezadas con el érase una vez, y terminadas con el vivieron felices, abrieron el ardor por la lectura.
Hacia ella me encaminé con pocos años más. Me adentré en los tebeos de historietas de personajes hilarantes y sus circunstancias. A la cabeza, Mortadelo y Filemón, o el botones Sacarino, productores estajanovistas de disparatadas locuras y enredos. Con ellos, un elenco de secundarios que pasaban por Carpanta, y su insaciable gusa, o Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, desesperado romántico al acecho del sí de la niña bien Curruquita.
De aquellos personajes dibujados en la caricatura bufonesca de la España esperpéntica y trágica, pasé a la figura apolínea de los héroes sin tacha, evocadores de la épica maniquea de los tiempos. La trama exigía un guión sin más tonalidades, prejuicios racistas fuera, que el blanco o el negro. Ahí estaban el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz o la pareja desigual, con sugerencias pederastas y contraética fascista explícita, de Roberto Alcázar y Pedrín.
Sin abandonar el dibujo me adentré hasta casi la idolatría, que aún colea, de Tintín y el capitán Haddock, junto al concurso societario del profesor Tornasol, los desopilantes Hernández y Fernández (Dupond y Dupont en el original) y la mascota del héroe, Milú. Este personaje, ajeno al entorno patrio, me ayudó a entender personalidades más complejas y un modo de vida inimaginable en mi entorno. El protagonismo policial del palo y tente tieso de estos lares cambió a la del periodista en la resolución de misterios. Deducción frente a represión sistemática. Eso sí, no recuerdo a Tintín en una sola viñeta junto al instrumento del reportero: la máquina de escribir.
Las aventuras siguieron en formato novela. Los tres mosqueteros, Miguel Strogoff, Veinte mil leguas de viaje submarino, muchas más, me llevaron a los balbuceos del razonamiento exclusivamente a través de la letra.
Esa iniciación puso en mis manos la primera novela expresión de la vida real. Fue La busca, de Pío Baroja. La experiencia derivó en un bautismo literario, una caída del caballo, el comienzo de un apostolado en pro de ese verbo maravilla de cuatro letras que es leer. Fue la sublimación de una adolescencia que viró a juventud con la brújula de las ficciones sobre los antihéroes, desconocidos hasta entonces.
Ya fue un continuar y no parar. A la novela siguió el ensayo, la obra teatral, el manual de historia. La poesía es la asignatura pendiente. Me agrada oírla, pero leerla…Se me hace cuesta arriba. No sé hacerlo. Me pierdo en un laberinto de palabras y conceptos que insinúan lejanía en mi comprensión lectora. Quizá porque es una manifestación del alma y en esas profundidades me asfixio. Me cuesta viajar en este género con la imaginación que es mi fiel camarada en otras narrativas. Me suenan a música los malabarismos léxicos de Machado, Hernández, Juan Ramón, Leopoldo Panero, pero no terminan de penetrar con ese zarandeo que siento con la prosa y con la arquitectura de los personajes.
Me reconozco lector tardío de El Quijote. Disfruté con la lectura de las versiones reducidas que leíamos en el colegio en los tiempos del bachillerato de memorias, latinajos y letanías. En juventud temprana hice dos intentos. No llegué muy lejos. Era la alegoría de un plato de difícil digestión, de no sentirme preparado todavía para paladear un libro predestinado a transformar modos de vida y estados de ánimo.
Agradecí esa espera, porque la abordé en un periodo de feliz maduración. Quiero hacer como ese amigo, comprometido a su relectura cada cinco años. Está pronto a volver a mis manos y al recorrido de mis ojos. Y estoy seguro de que renovaré aquella sensación primeriza al cerrar culminado el libro: sentirme doctorado en la difícil y desigual aventura de leer.
El reto de la cátedra está en el Ulises, de James Joyce. Varios intentos frustrados a las primeras de cambio. Al reto acudiré de nuevo… no sé cuándo.
ÁNGEL ALONSO