Si a usted, querido lector, le parece una exageración el titular que encabeza esta columna, le sugiero que realice, en calidad de paciente o de curioso, una visita a cualquier centro de atención primaria u hospitalaria. De esta forma tan sencilla, podrá comprobar que la situación actual de nuestra sanidad no puede ser ni más inquietante, ni más incierta, si se tienen en cuenta, además, los escasos desvelos que están dedicando nuestros queridos -y bien pagados- políticos a los problemas sanitarios.
Hasta no hace demasiado tiempo, los españoles presumíamos, con razón, de nuestro sistema sanitario, que merecía el calificativo de excelente, por el buen nivel de sus profesionales, por su acertada planificación, por sus adecuadas infraestructuras e instalaciones, y por la calidad de la asistencia que ofrecía a los pacientes. En ese momento de feliz recordación, nuestro sistema sanitario, no solo era equiparable al de cualquier otro país europeo, sino que, además, estaba por encima de el de algunos países con economías mucho más poderosas que la nuestra, como Estados Unidos, donde la cobertura y la calidad de la sanidad pública era inferior a la española.
Pero como las alegrías duran poco en la casa del pobre, como dice el refrán, cuando todos los españoles disfrutábamos, con carácter general, de aquella bonanza sanitaria, se produjo el traspaso de las competencias sanitarias a las 17 autonomías, un hecho que para algunos fue esperanzador, pero que no tardó en evidenciar que, no sólo no había servido para mejorar las cosas, sino que, en muchos aspectos, las había empeorado.
Y es que en lugar de un sistema sanitario único y universal, que funcionaba razonablemente bien, se crearon 17 sistemas de muy diversa articulación, y que no tardaron en generar situaciones de agravio entre los ciudadanos. Eso era así porque, ni todos los sistemas creados por las comunidades autónomas fueron dotados con los mismos recursos económicos y/o tecnológicos, ni todos los pacientes podían disfrutar, consecuentemente, de los mismos niveles asistenciales, lo que a todas luces resulta inaceptable, teniendo en cuenta que el derecho a la salud, por mandato constitucional, debería ser exactamente igual para todos los españoles.
Pues bien, de aquél `paraíso´ sanitario, que lo era para los usuarios, pero también para los profesionales del sector, hemos pasado a todo lo contrario, casi a un purgatorio en el que todos, los pacientes y los sanitarios, están absolutamente descontentos, desalentados y desesperados porque comprueban, con justificada alarma, que los problemas que les afectan no sólo no se solucionan sino que, incluso, se agravan, día a día, por la irresponsable indolencia o por las decisiones erráticas de algunos responsables públicos que, en lugar de ocuparse de lo que verdaderamente importa, pierden su tiempo, y el nuestro, en la realización de juegos florales sobre caudillos apolillados.
Pero este no es el único problema. Otro dato inquietante a la hora de plantear el presente y, sobre todo, el futuro de la sanidad, tiene que ver con el hecho de que los máximos responsables de la gestión sanitaria, sobre todo a nivel estatal, siguen pensando que no se puede prescindir, ni de las ideologías, ni de las estrategias de partido, ni de los intereses electorales, primero, a la hora de analizar la situación de la sanidad, y, después, cuando es necesario promover las soluciones que demandan los desafíos ahora planteados, en todos los niveles asistenciales.
Yo sé, como saben hasta los niños de Primaria, que no se le pueden pedir peras a un olmo, ni prudencia a Donald Trump y, por ello, no parece muy probable que nuestros próceres vayan a ser capaces, a corto plazo, de abordar -y solucionar- los problemas de la sanidad desde el rigor, el consenso, la responsabilidad y el conocimiento objetivo.
Sin embargo, la constatación de este hecho no debe llevar a los ciudadanos a la resignación o a la indolencia. Considero que tenemos que exigir, con la necesaria contundencia, a nuestros representantes públicos que se pongan a trabajar sin pérdida de tiempo, porque las muchas deficiencias que hoy se aprecian -y sufrimos- en el sistema de salud ya no admiten ni más dilaciones, ni más deterioros, ni más politiqueos de vía estrecha.
Ángel María Fidalgo