Vivimos en un tiempo paradójico: nunca antes la sociedad tuvo acceso a tanta información, y sin embargo, nunca fue tan difícil discernir qué es verdad y qué es manipulación…
Vivimos en un tiempo paradójico: nunca antes la sociedad tuvo acceso a tanta información, y sin embargo, nunca fue tan difícil discernir qué es verdad y qué es manipulación. A simple vista, pareciera que estamos rodeados por una saludable pluralidad de medios de comunicación, pero basta con rascar un poco la superficie para darnos cuenta de que no todo lo que luce como periódico lo es. En realidad, el panorama actual está invadido por webs creadas por aficionados, oportunistas digitales o aprendices de brujo que, amparados en la estética de lo periodístico, han saturado artificialmente el ecosistema mediático.
Hoy, cualquiera con nociones básicas de informática puede levantar un portal de noticias en cuestión de horas. ¿El resultado? Una selva mediática alimentada por la inmediatez, la viralidad y el sensacionalismo. Las redes sociales hacen el resto: difunden, replican, descontextualizan. El lector, convertido en navegante solitario, se enfrenta a un mar revuelto en el que la profesionalidad queda sepultada entre titulares ruidosos y textos mal escritos, cuando no directamente falsos.
A este fenómeno se suma otro problema tan grave como silenciado: la ausencia de un marco regulatorio eficaz en el ámbito digital. Mientras la radio y la televisión siguen sujetas a licencias, exigencias técnicas y controles de contenido, en internet reina la anarquía. No hay una “licencia de apertura” para un medio online. No hay filtros ni sellos de calidad que distingan al periodista formado del improvisado oportunista. Lo que necesitamos es una regulación que asegure que, detrás de cada medio que aspira a informar a la ciudadanía, hay profesionales con formación en derecho, ética, deontología y cultura general.
En lugares como León, donde el tejido informativo regional es limitado y especialmente vulnerable, la saturación ya empieza a provocar hartazgo.
Por ahora, nadie se atreve a ponerle el cascabel a este gato. Pero el día llegará. Y cuando lo haga, el caos informativo provocado por la automatización, las IA generadoras de textos y los falsos informadores digitales —todos sin rostro, sin responsabilidad y sin escrúpulos— puede desembocar en una crisis de credibilidad sin precedentes. En lugares como León, donde el tejido informativo regional es limitado y especialmente vulnerable, la saturación ya empieza a provocar hartazgo entre agencias de publicidad, creativos, periodistas, políticos y ciudadanos. Se pierde tiempo, se pierden recursos, y lo que es peor, se pierde confianza.
Esta transformación en el ecosistema informativo ha generado una serie de consecuencias que van más allá de lo meramente profesional o económico…
¿A quién beneficia esta situación?
La precarización de la información y el debilitamiento del periodismo profesional no son fenómenos fortuitos, sino que responden a dinámicas que benefician a distintos actores, aunque a costa del interés público. En primer lugar, se favorece a los buscavidas, personas que sin formación sólida ni compromiso ético adoptan técnicas periodísticas solo de forma superficial para abrirse paso en un entorno saturado. Estas figuras aprovechan el vacío dejado por profesionales desplazados, lo que deriva en una oferta informativa sin rigor, fácil de viralizar pero difícil de contrastar.
Por otro lado, las empresas informativas se ven beneficiadas por una mano de obra abundante, joven y dispuesta a trabajar por salarios bajos o incluso de forma gratuita, lo que les permite reducir costes sin renunciar al volumen de producción. Esto va de la mano con un mercado publicitario que se ha acostumbrado a pagar menos por más visibilidad. Los contenidos se adaptan a los intereses del clic fácil, rompiendo acuerdos previos, ignorando tarifas profesionales y erosionando los estándares tradicionales de calidad.
La información pierde su función de servicio público y se convierte en un producto sin escrúpulos, carente de filtros éticos o profesionales…
En un plano más amplio, las instituciones y la sociedad en su conjunto se convierten en víctimas indirectas de este modelo, ya que la verdad queda relegada frente a la inmediatez, y las fake news se propagan con facilidad en un entorno donde prima el impacto sobre la veracidad. La información pierde su función de servicio público y se convierte en un producto sin escrúpulos, carente de filtros éticos o profesionales.
En última instancia, la gran perjudicada es la ciudadanía. Se diluye la posibilidad de ejercer un pensamiento crítico, se debilita la democracia y se normaliza un ecosistema mediático donde la desinformación tiene más poder que la verdad.
La única salida posible es la apuesta por la calidad y la humanidad. Frente a la multiplicación mecánica de contenidos, necesitamos periodistas de carne y hueso, con criterio, valores y oficio. Frente al ruido, necesitamos silencio reflexivo y trabajo honesto. Sólo así podremos reconstruir una esfera pública saludable, donde la verdad no sea una casualidad, sino una exigencia.