El sonido de la campana silenció a un valle entero. Silenció a los niños que jugaban en el patio del recreo; a las mujeres que charlaban bulliciosamente en el lavadero; al claxón del panadero, a la hormigonera del constructor, a las tijeras de podar en la viña; a las tijeras de esquilar el rebaño de Antón, a los cencerros de las vacas que pastaban apaciblemente en el prado. El “tan”…”tan” …hizo que poco a poco se apagara un secador en el baño, se desenchufara la plancha en la sastrería, o se paralizara la cafetera en el bar. El ritmo cotidiano de la pequeña aldea se quedó en suspenso. Una niña se quedó a remojo en la bañera con el cabello lleno de espuma mientras su madre corría frenética al balcón.
La campana tocaba a muerto. Todos sabían que la campana era la mensajera de trágicas noticias en aquel valle verde de corazón negro. Como los sismos y su ola expansiva….las noticias de la tragedia se abrían paso hasta el corazón, hasta la plaza del pueblo. Llegaban veloces, en unos años en lo que aún no sabíamos ni de Internet ni de redes. Ni de casi nada.
De los balcones, minutos antes desiertos, empezaron a colgarse vecinos con rostros de inquietud. Sabían identificar un sonido: el de la muerte en el valle, en las cuencas mineras.
Murmullos de mujeres, algún que otro hombre que trabajaba en el turno de tarde.
Del campanario se bajan tres hombres y rompen a llorar. Alguna mujer grita.
En el otro extremo del pueblo, la maestra mete a los niños en la clase. Los niños callados, aterrados. La campana. Cada uno reza en su interior para que aquella maldita campana no tenga nada que ver con ellos.
La ropa ha quedado abadonada en el lavadero, extendida en la pradera, blanqueando al sol. Ni rastro del panadero ni del tendero que hace apenas media hora vociferaban en la calle.
La niña de la bañera es secada y vestida apresuradamente por la madre, coge una muñeca, y ambas se echan a la calle. La niña se queda con el abuelo. La madre sigue corriendo hacia la plaza.
Un coche. Un grupo cada vez más nutrido de vecinos que se arremolinan … y los abrazos y los llantos.
Una mujer joven, bajita, en zapatillas, tira el mandil, se siente al borde de la fuente a gritar y taparse la boca. No tiene ni 30 años. Las mayores tratan de consolar lo que saben que no tiene consuelo.
La maestra mira por la ventana. Ve la calle que desciende hasta el pueblo. Vacío. Teme. No quiere ver. No quiere que ningún vecino asome por la cuesta. Coged un libro y poneos a leer, les dice a los pequeños. Silencio dentro. Retumba el sonido de aquellos veinticinco corazones que laten con fuerza. Corazones acelerados. La campana ya ha advertido y todos esperan.
La tragedia se confirma. El grisú, la explosión, los quemados, la ambulancia, el hospital, la funeraria…la onda expansiva que desgarra tejidos y corazones. Despedaza familias y sueños.
Los niños recogen sus mochilas. Salen en silencio y abrazan a sus padres. Todos menos Manuel.
Y da igual que los pájaros sigan trinando, que los perros sigan ladrando o que la cigüeña haya vuelto al campanario.
El luto se ha instalado sobre la montaña sobre los árboles o el río. El dolor silente, como la lluvia fina. La tierra acogerá un cuerpo despedido desde el infierno del pozo de la mina.
DEP
Manuel, huéfano
Un valle en silencio.
***Dedicado a todos los que crecimos temiendo la campana. A los niños huérfanos de la mina, a las viudas, y los padres, hermanos o tíos tatuados con el color del negro carbón….allá en la mina.
Marisol Álvarez Álvarez