Donde más padecemos el peso de los años es en la desaparición física de los coetáneos amigos y familiares. En el peldaño inmediatamente inferior aparecen personas que decoraron la niñez con la admiración en bruto, sin más vínculo que la fascinación por sus cometidos. O sea, nuestros ídolos. En el transcurrir de la vida no se vuelve a idolatrar como se hace en la infancia.
El fútbol era en mis edades tiernas más pasión que afición. Naturalmente, no podían faltar los fetiches. Acaba de fallecer uno, y el óbito me ha puesto cara contra cara con la verdad inapelable de una existencia de abundante recorrido. Franz Beckenbauer, el Káiser, fue uno de los referentes de esa etapa vital, en la que la televisión o los cromos servían y bastaban para enseñarme el mundo. Con él desaparece una de las fichas de ese puzle inverso que se va deshaciendo con el paso del tiempo.
Beckenbauer, el Káiser, fue el futbolista que más me impresionó. A Di Stéfano no lo vi en la época dorada. Pelé me entusiasmó con sus imposibles. Cruyff, con su fútbol cerebral dentro y fuera de la cancha. Maradona, excelso sobre el césped, miserable en el asfalto. Messi, genial, pero niño mimado por los organismos rectores, un intocable por decreto.
El Káiser no alcanzó la divinidad olímpica oficial del balompié. No obstante, hizo honor a su apodo con una pose imperial que concitaba todas las miradas del estadio. Era una delicia verle, aún sin el balón entre los pies, solo con la ocupación de los espacios. Beckenbauer fue el paradigma de una virtud que no rige en exclusiva en los terrenos de juego, sino en el orden de la urbanidad cotidiana: hacer de la sencillez un arte, un arquetipo de elegancia innata. No le veía ataviado con la casaca del Bayern o de la selección teutona, sino con el frac de un emperador en sublime protocolo.
Lo conocí personalmente en París, en vísperas de la final del Mundial de 1998. Yo ya no era un niño, era un cuarentón. Aún así, me acerqué a él con el paso reverente del adolescente al que le ponen a tiro su ídolo. Pude quitarme de un plumazo más de treinta años. Nos estrechamos las manos sin más formulismo que un movimiento leve, respetuoso, de cabeza. No me atreví a pedirle un autógrafo. A un emperador no se le ofende así.
ÁNGEL ALONSO