Jardín

Minúsculo como recipiente de esencias. Tratándose de un jardín, qué mejor alusión al olfateo de aromas. El de Astorga es muy chico. Desde el acceso se deja ver con un simple golpe de vista. Una superficie diáfana, minimalista, que antaño guardó los barroquismos de un laberinto entre avenidas, glorietas, pilones y fuentes. Luminoso hoy, sombrío ayer, por  causa y efecto de una soberbia arboleda de negrillos que sucumbió  a la maldición martirizante de una epidemia.

El jardín de Astorga, conocido como de la sinagoga, es el pequeño bolsillo en el que esta ciudad guarda apretujadas  las euforias y añoranzas de su paisanaje. Reducto infantil, a la vez que, remanso de mayores. Paseado una y mil veces, día a día, nunca empacha. Ahí está la balconada al monte Teleno o a los atardeceres de rojo subido para digerir de un vistazo las angustias y elevar el alma. No entiende de estaciones. Si el sol le enluce y colorea, la niebla le opaca con el velo de los misterios. Se deja mirar en cualquiera de las cambiantes formas de los meteoros.

Este lugar se lee en lírica y en prosa. La mundanidad le cuadra. Templete y aguaducho levantan acta. Regala el oído de visitantes con banda municipal al son de pasodobles y pasacalles, y alguna otra ligereza moderna, a público embelesado en el salto atrás del tiempo que es toda música de juventud. Expone la risa franca de los niños en guiñoles, teatrillos y payasadas de payasos. A los más mayores, sin fronteras de edad, les reserva mesas y sillas, para mojar gaznates y aliviar gazuzas de mediodía con los aperitivos de patatas fritas y aceitunas que saben a gloria debajo de su toldo arbóreo.

Un pequeño trozo de paraíso es este parque, que nació bajo la inspiración del romanticismo y hoy vive una modernidad estilística que ha borrado ese pasado. Tiene cine el lugar. Aquí, directores como Fellini o Visconti, filmarían, como ellos saben, las decadencias con la grandeza afín de los recuerdos imborrables.

ÁNGEL ALONSO