España. La realidad que nadie nos cuenta, pero que la historia revela

Una España rodeada, aún hoy y desde hace siglos, de enemigos y “aliados desleales”

Extracto del capítulo de “Conclusiones” del libro recientemente publicado por su autor

Rasgo político-militar del coronel Cabello en su viaje desde Madrid a Astorga y regreso

Marzo – julio de 1809

A cuenta de la reciente noticia de la continua venta de armamento de última generación por la República de los Estados Unidos al Reino de Marruecos.

“Es indudable que para su patria de nacimiento, Francisco Cabello y Mesa, cubre todos los parámetros para poder recibir el calificativo que el destacado Filósofo y Catedrático de la Universidad de Oviedo Gustavo Bueno Martínez, pronunció el 25 de mayo del 2008 en la Sala Capitular de la Catedral ovetense. Aquel día se conmemoraban los dos siglos de la declaración de guerra a José Bonaparte y al Imperio Napoleónico, en aquel mismo lugar, por parte de la Junta General del Principado de Asturias (la primera región de España que se alzó en armas contra la invasión francesa).

Ante el público asistente (entre el que estaba el autor de este trabajo) el sabio castellano dijo:

”¿Afrancesados?…Cobardes y traidores todos a su Pueblo…”

Verdaderamente hay que reflexionar que de todos los males traídos por la Guerra de la Independencia a los españoles su responsabilidad ha de recaer no en quienes se resistieron a una guerra de invasión y de agresión, sino a quien gratuitamente la causó, con su secuela de sufrimientos y destrucción, Napoleón Bonaparte, y a quienes le acompañaron y ayudaron, fuera y dentro de España, fuera y dentro de Europa.

Aún así, es de justicia (a la vista de todo lo expuesto en este libro) hacer algunos matices. Es obvio que a muchos afrancesados, de las élites gobernantes de José Bonaparte les impulsó un sincero deseo de buscar el mejor camino para España, para su monarquía, para sus reinos americanos y para su supervivencia como potencia y como estado, necesitado de urgentes reformas de la mano de un gobierno firme (como era el bonapartismo), en la trágica y difícil encrucijada que se abrió en la primavera de 1808.

A esta clase de Afrancesados, entre los que figuraron Azanza, Urquijo o Mazarredo (y tantos otros) no se les puede llamar traidores a España; eligieron el camino, en principio más sencillo y con posibilidad de éxito… aliarse y apoyar al poder más fuerte, en la búsqueda de lo que ellos consideraban mejor para España y para su Monarquía.

Camino que, a la postre, se convirtió en la senda más difícil, que les hizo perder su Patria y convertirse en traidores a ojos de sus conciudadanos. Es por ello que no debería de considerárseles traidores a España, a la idea que ellos tenían de España.

Sin embargo, el desprecio de los Afrancesados a la voluntad general y a los deseos del Pueblo español[1] y que se manifestó, de manera tan unánime, en el verano de 1808 de la mano de los Podres Municipales y Provinciales de España, personificados en las nuevas Juntas Patriotas de Defensa y Armamento, que se negaron a acatar las Abdicaciones, la Carta Otorgada y todo lo dispuesto (manu militari por Bonaparte) en Bayona, si hace a los Afrancesados merecedores de ser “traidores” al Pueblo español, e, incluso, a la nueva Nación española (en la que nunca creyeron como sujeto colectivo de soberanía y libertades), la cual comenzó a ver la luz en el parto sangriento que fue la guerra contra el Imperio Napoleónico.

Las guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón, que sacudieron Europa entre 1792 y 1815, y enfrentaron, especialmente, a las dos grandes potencias, Francia y Gran Bretaña por el dominio de Europa y del Atlántico (y en el que los Reinos de la Monarquía española en América eran también una baza fundamental del “gran juego”) en realidad dilucidaron la hegemonía del mundo occidental durante el siglo XIX.

Por un lado, Francia, una potencia continental que, en manos de Napoleón y a través de una Europa unificada jurídica, dinástica, económica y políticamente bajo la hegemonía bonapartista, aspiraba a imponer su dominio. Por la otra parte Gran Bretaña, impidiendo esa unificación y manteniendo una Europa dividida (política que ha continuado como la base de su preeminencia y prosperidad, durante los siglos XIX y XX, hasta la actualidad en que el “brexit” no es sino la manifestación de su impotencia y derrota política final para impedir la consolidación de la UE).

La derrota de Napoleón en España y en Rusia en 1812, y su debacle final en 1815, supuso la reposición de la Europa del Antiguo Régimen en el Congreso de Viena, dividida en un equilibrio de potencias continentales que le aseguraron a Gran Bretaña su preeminencia económica, de la mano del domino de los mares y de su pujante Revolución Industrial (comenzada con más de medio siglo de ventaja respecto a la Europa continental), durante el resto del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial.

Esta lucha titánica, en la que se vería envuelta España y sus Reinos americanos, y que culminaría tras Waterloo con la victoria de Gran Bretaña, implicaba la desaparición de España como potencia y la Emancipación de sus Reinos americanos en nuevos estados independientes cuyos valiosos mercados habrían de pasar a manos de Gran Bretaña y de su hija natural, la república de los Estados Unidos. Ambas apoyaron la independencia y posterior disgregación de los antiguos reinos americanos de la Monarquía católica en pequeñas repúblicas.

Con mayor visión las Trece Colonias no dieron lugar a trece repúblicas; ni siquiera el Brasil portugués se disgregó políticamente siendo hoy el mayor estado de Iberoamérica.

Murió así, en 1824, el mundo hispánico unificado políticamente, a manos de sus dos grandes potencias enemigas, Gran Bretaña y Francia (auxiliadas ambas por los Estados Unidos). Ninguna fue capaz de crear en América lo que aún hoy seguimos llamando Hispanoamérica o Iberoamérica. Para ambas el lento triunfo de las complejas reformas modernizadoras que la Monarquía ilustrada española había planteado en el siglo XVIII para el mundo hispánico en América y en la Península, hubieran conducido a un posible y nuevo auge de la Monarquía católica. Algo que las tres Potencias rivales no podían permitir.

Entre 1792 y 1824, Gran Bretaña y Estados Unidos acabaron con la unidad política de Hispanoamérica; por su parte, la Francia Napoleónica y la Santa Alianza acabaron con España y con su Monarquía atlántica como potencia ultramarina.

De aquel mundo hispánico y americano que se transformó, quedan hoy como legado el mestizaje mediterráneo, romano, árabe y católico que España llevó a América; un curioso y valioso precedente para el mundo globalizado actual. Legado común de americanos y españoles que sigue siendo atacado por la leyenda negra, desde la misma España, desde el indigenismo postmarxista de comienzos del siglo XXI y desde los poderes que no mueren del mundo anglosajón protestante y de los resabios de las “Luces” interesadas, e hispanófobas de Voltaire.

Como bien apunta el historiador Carlos Canales, luego del Tratado de Westfalia de 1648, España se convirtió en el mayor enemigo y objeto del odio y menosprecio de la Europa anglosajona y protestante y también de la cristianísima Francia. Odios y rencores que han continuado hasta hoy.

A pesar de todo ello España prevaleció, y si hoy el catolicismo, como religión y como cultura, no es un culto minoritario y residual es solo por lo que España y Portugal hicieron en América, Asia y Africa. Algo que en el Vaticano y en la Orden de Jesús podrían meditar y recordar de vez en cuando.

Ese fue también el logro de la masonería en España y en América, seguir los dictados desde finales del XVIII y durante el siglo XIX (consciente o inconscientemente) de las dos grandes ramas de la masonería europea, la corriente anglosajona, encabezada por la Gran Logia Unida de Inglaterra (a la que se adscribían las principales “obediencias” en las Islas Británicas, los Estados Unidos, Iberoamérica y parte de la Europa Continental, incluida España), y la corriente liberal, o adogmática, representada por el Gran Oriente de Francia, heredera de la Ilustración y uno de los motores de las Revoluciones Atlánticas (de las que acertadamente habló Robert Palmer en 1953 y 1964[2]) americana, francesa e iberoamericanas entre 1776 y 1824, y que sería controlada por Bonaparte, sus hermanos y mariscales durante el Primer Imperio (ésta sería la principal corriente masónica en Francia y en algunos países de la Europa continental).

Relacionada con la rama británica estarían tanto el “Rito Escocés” (vinculado al liberalismo conservador) como el “Rito de York” (vinculado al liberalismo más progresista), defensores ambos de sistemas republicanos pero enfrentados. Los “Yorkinos” serían el rito preponderante en Estados Unidos, que se introduciría con fuerza, impulsado por la pujante república norteamericana, durante las Guerras de Emancipación, en el seno de las élites de las nuevas repúblicas iberoamericanas.

Ambas ramas de la masonería, la anglosajona y la francesa, servirían a los intereses hegemónicos imperiales de sus Metrópolis (Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia), uno de cuyos objetivos principales fue la anulación de España como potencia, la disgregación de su Imperio americano y la anulación y sumisión económica de los nuevos estados resultantes a sus imperios de ideas, de política y de intereses económicos en la nueva era de los imperialismos liberales y nacionalistas de nuevo cuño que la Revolución Industrial traería en el siglo XIX y comienzos del XX.

Tal vez, algún día, alguien sea capaz de escribir la historia y demostrar como la Masonería española (al igual que la británica, la francesa, la estadounidense o las iberoamericanas) “hizo gala de patriotismo hacia su nación”, surgida políticamente en 1812, y como según ella misma afirma, luchó, tanto por introducir las libertades, como por preservar los intereses hegemónicos del mundo hispánico a uno y otro lado del Atlántico. Mucho me temo que ese libro, si un día alguien logra llegar a escribirlo, tenga muy pocas páginas.

Evidentemente no hay que profundizar demasiado en la historia de Europa, del primer tercio del siglo XIX para constatar que ninguna otra potencia del viejo continente padeció tanto y sufrió tantas pérdidas de vidas, destrucciones materiales, divisiones políticas y pérdida de poder y prestigio como fue la España del fin del Antiguo Régimen desde la Revolución francesa en 1792 hasta la conclusión del Congreso de Viena en 1815.

España en 1815, a pesar de pertenecer a la gran coalición europea que derrotó al Imperio Bonapartista, estaba arrasada física y anímicamente, en quiebra económica, sin crédito y postrada; habiendo acabado la guerra con un ejército curtido y experimentado pero desatendido. Aún así, en el otoño de 1813 la España patriota fue capaz de reunir un total de 130.000 hombres bajo las armas en apoyo del ejército aliado anglo lusitano de Arthur Wellesley. Este, tras las batallas de Vitoria, sitio de San Sebastián, San Marcial y paso del Bidasoa, logró expulsar a los franceses de España e inició la invasión del sur de Francia:

“Los españoles pelearon como demonios, sin ellos Wellington jamás hubiera logrado entrar en Francia […] es extraordinario, que una nación saqueada y asolada como lo fuera España por Napoleón, haya podido realizar tal esfuerzo…”

Sin embargo, este ejército se hallaba, tras seis años de guerra total en la Península, sin medios y con el germen del militarismo (la intervención en política) en su oficialidad, amén de la proliferación de las sociedades secretas masónicas en sus cuadros de mando. España carecía además en 1814 de Armada, algo vital para mantener sus vínculos con América; el otrora coloso de 1795 se había derrumbado en apenas dos décadas hasta casi desaparecer por falta de recursos. Por si fuera poco, la reposición del Antiguo Régimen por Fernando VII, en mayo de 1814, hizo saltar en pedazos la frágil unidad interna política española, abriendo el camino a la guerra civil, entre absolutistas y liberales. El buen gobierno que España hubiera necesitado en la época más crítica del siglo XIX nunca llegó, y, por último, su aliado de circunstancias durante la Guerra de la Independencia, Gran Bretaña (la misma potencia que alentó la independencia y secesión de sus reinos americanos), la dejó sin apoyos, y la abandonó, en sus reclamaciones en la mesa del Congreso de Viena.

En este cónclave de las grandes potencias europeas, como simple ejemplo, se trató mejor a la causante de un cuarto de siglo de revolución y guerras, a Francia, que a la misma España que sufrió su agresión, ocupación y devastación, y que además la consiguió derrotar.

Como dejó escrito el Coronel prusiano Bertold Schepeler (que combatió en España durante la Guerra de la Independencia en las filas del Ejército español y escribió a su final una famosa Historia de la Guerra de España[3]) en 1831:

“España se había desangrado en aquella empresa

y Europa no le agradeció este sacrificio”.

Respecto a la emancipación de los territorios americanos de la Monarquía española, el Congreso de Viena declaró su estricta neutralidad (tanto ante España como ante los representantes de las nuevas Repúblicas iberoamericanas) en las “desavenencias” abiertas entre los españoles europeos y americanos.

Esta decisión final de la Santa Alianza fue impuesta, como no, por Gran Bretaña, el aliado y “amigo” de la España patriota durante las Guerras Napoleónicas, y de la mano de George Canning, el político tory que en la década de 1820 volvió al cargo de ministro de asuntos exteriores, siendo nombrado, también, Presidente de la Cámara de los Comunes.

Desde su puesto Canning apoyó, ya abiertamente, los movimientos de Emancipación en la América hispana, oponiéndose a que las Potencias europeas de la Santa Alianza auxiliaran con armas y dinero a Fernando VII para recuperar sus Reinos en América. Para Gran Bretaña y su clase política el beneficio del comercio atlántico con los nuevos Estados de Iberoamérica primaba por encima de ayudar a la Corte de Madrid en la restauración de su monopolio comercial con sus posesiones al otro lado del Atlántico.

Igualmente, y pese a las protestas de España y de la Santa Alianza, Canning permitió y fomentó un activo contrabando de armas y mercenarios británicos veteranos de las Guerras Napoleónicas hacia la América Hispana.

Siguiendo esta política, George Canning rechazó que el “Principio de Intervención” sostenido por el célebre Ministro austríaco Clémens von Metternich se extendiese hasta América, manifestando la rotunda oposición británica en el Congreso de Verona de 1822. Las potencias de la Santa Alianza (Prusia, Rusia, y Austria), sin fuerzas navales de entidad para desafiar a la Royal Navy en el Atlántico, aceptaron reducir su “Intervención” a la España metropolitana del Trienio Liberal.

Como triste consuelo para el Gobierno de Fernando VII, esta postura de “no intervención” de las potencias europeas en la emancipación de los reinos americanos de la Monarquía española fue aplicada, por igual, a los dos bandos en liza.

Sin embargo, esta postura de las Potencias europeas de no intervención en la Independencia de la América continental del Monarca español no dejaba de ser (dado el estado de postración y debilidad de España al final de las Guerras Napoleónicas) un apoyo tácito a la Emancipación de aquellas y un abandono, a su suerte, de la Potencia europea que perdía su Imperio de ultramar, en el Nuevo Mundo.

En apenas diez años más (1814 – 1824) una España postrada y rota por las divisiones entre liberales y absolutistas, perdió todos sus reinos en el continente americano (en los mismos momentos en que sus grandes y tradicionales enemigas, Gran Bretaña y Francia, iniciaban la expansión de su Imperios ultramarinos; en el mismo momento, que otra gran enemiga, la República de los Estados Unidos, inició su expansión sobre el golfo de Méjico y el norte del Reino de Nueva España).

Curiosamente, las continuas guerras entre España y Gran Bretaña cesaron bruscamente (hasta hoy día) en el momento en que esta última logró culminar su empeño, iniciado en el siglo XVI, despojar a España de sus posesiones, sus mercados y su comercio en América y anularla como Potencia Atlántica.

En esa pugna de siglos Gran Bretaña (a la que se unió rápidamente su hija natural, la República estadounidense) contó con la inestimable ayuda del Imperio bonapartista y de buena parte de la sociedad criolla que, a partir de 1811, comenzó a sentirse más americana que española.

En todo este proceso histórico abierto con la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas (1789 – 1815) España estuvo sola, contando solo con la lealtad de una parte de la población de sus Reinos americanos que mantuvieron la lucha por seguir unidos a la Monarquía española hasta 1824.

En realidad, podemos reflexionar asumiendo que, entre los años de 1808 a 1814, la Monarquía española dio paso, en un doloroso y sangriento parto, a la Nación Española, en la Península Ibérica, de la mano de la Guerra de la Independencia (en la que hay que ser muy ciego para no ver en ella la negativa de un Pueblo a que decidan sobre su destino sin contar con él) y de la mano de las Cortes de Cádiz.

Entretanto, al otro lado del gran océano, en los Reinos de la monarquía católica en América, un proceso similar abrió una guerra civil entre la población americana que se seguía sintiendo vinculada, política y jurídicamente, al Rey de España, y otra parte (que al final se impuso) que dejó de sentirse súbdita del Monarca español y no quiso sentirse ciudadana de la nueva Nación Española, “Nación” que, además pronto desapareció con la vuelta en mayo de 1814 al absolutismo y al desgobierno, de la mano de Fernando VII. Población americana que se sintió Ciudadana de sus nuevas Naciones y Repúblicas Americanas.

Dicho en castellano viejo, los Reinos americanos de la Corona de España estuvieron integrados en su Monarquía y su Imperio mientras su Población, de manera mayoritaria, quiso y se sintió ligada a sus Reyes en la Península Ibérica. Cuando la mayor parte de esa población, por muchas causas, dejó de tener esos sentimientos, estos reinos se separaron de la Monarquía hispánica y de la nueva Nación española, convirtiéndose en Naciones y Repúblicas Soberanas.

Por todo ello, aquella “Monarquía Imperial” hispana dio lugar a estas “hijas políticas”, a uno y otro lado del Atlántico que son España y las actuales Naciones Iberoamericanas, que hoy deberían de considerarse más bien “hermanas” que Madre e Hijas.

Lo que el devenir ha llevado, en estos dos últimos siglos, a la Nación española y a las Naciones hermanas de Iberoamérica, en su libre y soberano devenir, lo ha de seguir interpretando y explicando la historia.

Para otros historiadores la Emancipación era un proceso, tal vez, irreversible. Tras aquellos “años de hierro” para España que van de 1792 a 1824, la vieja Potencia Atlántica, abierta y señora de buena parte del mundo durante tres siglos, se encerró sobre sí misma, pequeña y débil, en un aislacionismo de más de siglo y medio, indiferente y despreciativa a todo lo que sucedía fuera de sus fronteras.

La España de 1808, fatigosamente reconstruida por los buenos reyes borbones ilustrados del siglo XVIII, era irreconocible en 1814 y quedó incapacitada para afrontar los retos de la implantación del liberalismo y del inicio de la Revolución Industrial… España, brevemente vuelta a las libertades en 1820, fue devuelta al Absolutismo, esta de vez, de la mano de la culta y liberal Francia, con los Cien mil Hijos de San Luis.

España, mal gobernada, sacudida por guerras civiles, golpes de estado, sumida en sus revoluciones internas devino en una nación doliente y dividida por quienes desde su clase política han sabido sembrar odios y enfrentamientos y recoger sus frutos en forma de tempestades en los turbulentos siglos XIX y XX.

En ese doloroso caminar España tuvo que afrontar, de nuevo sola, el desafío de 1898 contra el “amigo” americano, los Estados Unidos, que lograron en ese año culminar el antiguo plan trazado, un siglo antes, por John Adams, Thomas Jefferson y James Madison. La catástrofe de la Guerra de Cuba y Filipinas (amén de Puerto Rico) fue tan grande que quedó grabado en la conciencia colectiva española con la palabra del “Desastre”; muy parecida al “Diluvio” de la Nación polaca entre 1795 y 1919.

Doloroso caminar hacia la modernidad y la reconciliación entre los españoles que no culminó hasta a finales del siglo pasado con la “Transición”, uno de los momentos más significativos y mejores de la historia de España que hoy, algunos de sus enemigos internos, intentan borrar.

Hoy España pertenece a sólidas organizaciones y alianzas internacionales políticas y militares del primer mundo, pero nunca debería de olvidar que sigue teniendo muchos enemigos, fuera y dentro de sus fronteras; nunca debería olvidar que la mediocridad y cortedad de miras de sus gobernantes, lejos de corregirse, aumenta, y nunca debería de olvidar España que el día que vuelva a tener problemas que amenacen la paz, la prosperidad de los españoles y su integridad, muy seguramente volverá a estar sola…

Del amigo norteamericano ya sabemos lo que se puede esperar por todo lo que está sucediendo en el norte de África con los intereses españoles desde 1975 y la “Marcha Verde” hasta hoy; del amigo francés ya conocemos lo que podemos esperar si volvemos la vista al año 2002 y el incidente de la Isla de Perejil y recordamos la postura que tomó. Respecto de Gran Bretaña, nunca debemos esperar nada, pues nunca ha sido ni aliada, ni amiga, ni siquiera con comillas, de España…es más, mientras siga ocupando la Plaza de Gibraltar, que los Borbones le entregaron en 1715, seguirá siendo un enemigo potencial y, desde luego, nunca un aliado leal.

En el momento de releer, corregir y reescribir esta segunda edición asistimos apesadumbrados a una nueva guerra en el este de Europa; conflicto promovido por un gobierno autócrata, antidemocrático y ultranacionalista, que al margen de su pueblo, se empeña en mirar con desprecio y amenazar a Europa como enemiga. Estado del que sabemos bien cómo actuó contra España en los sucesos de Cataluña del 2017.

Ello ha sido un amargo despertar a la realidad para los estados de la Unión Europea, para la casa común de paz y prosperidad que luego de más de mil años de guerras (rematadas por los dos terribles conflictos mundiales del siglo XX), vuelve a comprobar y a recordar que las libertades y los intereses nacionales de paz y prosperidad de los pueblos se tienen que seguir defendiendo con la ley y con la fuerza de la disuasión militar. En este “gran juego” sigue estando España.

Lo que España tuvo que afrontar sola en 1808 y 1898, debería de servir de enseñanza a todo aquel español, o amigo de España, que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, en la lectura de este libro.

Por todo ello, era esta una historia, que merecía la pena el intento, y el esfuerzo, de escribirla.

 

“Nunca hay que pedir perdón por decir la Verdad”

(Stanley G. Payne)

Arsenio García Fuertes

Doctor en Historia

[1] Al que si respetaron otros ilustrados como Jovellanos, y luego toda la clase política liberal, heredera de la Ilustración y de la Revolución francesa, y no del Bonapartismo.
[2] Palmer, R. (1959) Age of the Democrtic Revolution: A Political History of Europe & America, 1760-1800: The Challenge [Princeton], y del mismo autor (1964) Age of the Democrtic Revolution: A Political History of Europe & America, 1760-1800: The Struggle [Princeton].
[3] Schepeler de, Bertold A. Von. (1829 – 1831) Histoire de la Révolution d´Espagne et de Portugal ainsi que de la guerre qui en resulta, [Liége], 3 Vols.