Antaño, compañeros de paseos callejeros. Los escaparates eran el freno al paso y el acicate a la curiosidad. Gustaba interrumpir la marcha y pegar los ojos en sus lunas acristaladas, muro transparente de sueños a cualquier tiempo y edad. Las grandes avenidas de ciudades, capitales o provincianas, lo eran por la profusión de estas puertas abiertas al deseo y, también, a la frustrante inaccesibilidad.
La modernidad los ha desterrado de las calles y alojado en recintos cerrados llamados centros comerciales, donde el hormigueo humano es un caos de rutas, donde la experiencia visual ya no es un deleite, sino la mordida en el anzuelo del ansia consumista. Son el fogonazo de la publicidad subliminal.
Pasear como Dios manda exige el cielo como techo y las orillas de las tiendas en sucesión con las vitrinas en desorden de producto. Una confitería por aquí, una juguetería a continuación, la joyería más allá y los ultramarinos al final de la manzana, en un chaflán que despida los aromas de las chacinas o del bacalao en salazón.
Los escaparates eran para los ojos, pero el sentido del olfato pedía la vez ocasionalmente. El imperio sensual era la vista. La ostentación, asignatura obligada. Tras aquel vidrio basto y resistente se exponía el señuelo de la compra. De la calle hacia dentro, como del frío al calor.
Los niños se embelesaban en la juguetería. Ellos no se conformaban con mirar en la lejanía el juguete. Tenían que llegar a pisar el límite dejando la huella de su nariz visible en la zona baja de aquel maldito mural. Las estaturas no daban más allá de dos cuartas. Otro tanto sucedía con las pastelerías y su cascada de caramelos o el bollo coronado de azúcar que hacía agua las bocas. La negativa paterna al capricho era la antesala de la rabieta.
Los mayores guardaban el afán tras aquel orbe de promesas. El coche utilitario, símbolo de la prosperidad. El televisor emitiendo la programación que, si era partido de futbol, concitaba graderío alrededor. La madre, tras la modesta joya que traducía sin circunloquios en utopía.
Pasear no es lo que era. El hechizo de los escaparates lo ocupa hoy la vaciedad de lo etéreo. El tipo de interés de un banco. Las promesas por cumplir en recetas estéticas de última hora. Así, no es de extrañar que el paseante ocioso y emérito se refugie en la sinsubstancia de una obra callejera.
ÁNGEL ALONSO