Entre la zafiedad y el sectarismo

Cuando fui pequeño, como es natural, yo creía en los Reyes Magos, y eso a pesar de que mis padres tenían una juguetería, una actividad comercial que, según recuerdo, les obligaba a realizar muy especiales esfuerzos de imaginación para conseguir mantenerme en la inocencia. Y cuando, ya de mayor, estudié periodismo en la Universidad Complutense, también llegué a creer que la posibilidad de una televisión pública que no fuera partidista o progubernamental no era un imposible metafísico sino algo que se podía conseguir. De hecho, en ese momento, la BBC de Londres había conseguido tan apreciable objetivo, gracias a sus directivos, a sus profesionales y, sobre todo, gracias a unos responsables políticos que entendían que un medio público de comunicación nunca podía convertirse en la finca particular de ningún partido o ideología.

Lamentablemente, observando su trayectoria, casi, desde el mismo momento de su creación, se puede afirmar que nuestra TVE nunca ha logrado moverse dentro de estos parámetros de la televisión británica, sobre todo, en materia de objetividad, de profesionalidad y de pluralismo. Y que conste que, en esta afirmación, no estoy pensando tanto en sus profesionales como en los directivos del ente que, aunque con desigual intensidad, siempre han procurado favorecer los intereses o las ideologías del Gobierno de turno, con la inestimable colaboración de los miembros del Consejo de Administración de la televisión pública, que están para eso y para cobrar sustanciosas dietas.

Fíjense lo importantes que son los señores consejeros que cuando se decretó el luto oficial por las inundaciones de Valencia, la única actividad que se mantuvo en todo el país fue la votación en el Congreso de los Diputados para la renovación del Consejo de Administración de RTVE. Al parecer, sus señorías entendieron que ese día era más importante la renovación de los consejeros que la atención de los graves problemas que estaban sufriendo los valencianos castigados por la Dana.

Es decir, que, para ser honrados, debemos concluir que nuestra RTVE, como se dice coloquialmente, siempre ha barrido para casa, una circunstancia que, curiosamente, ha venido siendo aceptada y entendida por unos telespectadores que, en esta materia, como en otras, hasta ahora, han demostrado una docilidad y una paciencia que en otros países resultarían insólitas. ¡Spain, is different!, ya se sabe.

Pero ahora parece que está empezando a surgir una cierta reacción ciudadana ante los niveles de desmedido sectarismo alcanzados en las últimas semanas, en la televisión pública donde están proliferando los programas y los tertulianos que se dedican difundir y defender, con ardor de militante de reciente ingreso en el partido, todas las políticas de Gobierno, con los exigibles niveles de devoción a su líder máximo, además.

Sin embargo, esto del creciente sectarismo, con ser malo, no es lo peor. Lo peor es que tal hecho está coincidiendo en la programación con un no menos galopante fenómeno de vulgarización, que ya es perfectamente apreciable en determinados programas en los que están apareciendo una serie de `profesionales/as´, que, por lo visto, han sido contratados, no tanto por su inteligencia o preparación como por su presunta capacidad para generar amplias audiencias, como demostraron en anteriores programas emitidos por alguna televisión privada, acertadamente calificada de telebasura.

Y, claro, como ahora estamos en una especie de guerra de audiencias y a RTVE le interesa incrementar las suyas, porque suelen ser muy bajas, ha optado por seguir el fácil camino  de la zafiedad, desde el pleno convencimiento de que la ciudadanía es mayoritariamente idiota y todavía son muchos los espectadores que pueden quedar cautivados, delante de su televisor, por el brillantez intelectual  de Belén Esteban o por las capacidades de  María Patiño para profundizar en las cuestiones que más preocupan a la humanidad, incluidas las causas del pasado apagón ibérico.

Por cierto, este proceso de vulgarización también se está empezando a notar en varios programas de las   televisiones privadas, como ese que todas las noches, sin excepción, logra que su fórmico diseño sea el más visto de todo el orbe cristiano y parte del extranjero. Pero claro, la diferencia está en que las privadas se financian con sus espacios publicitarios y los 1.200 millones de euros que cuesta cada año la televisión pública los tenemos que pagar todos con nuestros impuestos. Y no es lo mismo, digo yo.

 

Ángel María Fidalgo

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.