Un trío maragato hace nuestras delicias. En Astorga es paisanaje cotidiano que se dota de una mitología, no imposible, solo probable. Están a la vista en las alturas monumentales de casa consistorial y catedral. En la primera, forman pareja: Juan Zancuda y Colasa. En la segunda, Pedro Mato sugiere la soledad de un casto voyeur.
Ellos, son las horas anunciadas de cada día. Firman el acta del tiempo a mazazos sobre campana en mecanismo relojero que concita la curiosidad y admiración del turisteo amorfo en plaza mayor, que fue reposo y mentidero de los mayores del lugar. Él, a unos pocos centenares de metros, en dirección a poniente, escudriña el gentío de rostro alzado, teléfonos móviles en manos nerviosas, que apuntan a la inmortalización de sus elevadas posesiones y su presencia quieta, impávida, enhiesta.
La crónica urbana fabrica el relato. El trío maragato es celoso de sus funciones. No abandona sus peanas. Cada parte vigila la parcela que le compete. El difícil cuidado del paso del tiempo desde el ayuntamiento para Zancuda y Colasa, siempre con el matiz de la mutua compañía y complicidad. La vigilancia efectiva de Pedro Mato no puede concederse las distracciones en el cometido, del ruido de compañías cercanas. Todo lo más, la vista de pájaro sobre un suelo del que podrían escribirse multitud de relatos.
Amigos en la distancia rectilínea de sus separaciones, añoran la calidez del encuentro. Se nos antojan mudos, pero apuesten que llegan a entenderse en un lenguaje telepático que supera ese trecho. Y narrarán historias de la ciudad por las que se pagaría un potosí conocerlas. Son testigos de altura.
Una vez al año, Zancuda y Colasa se cartonizan en los gigantones de la fiesta patronal. Son cabeza de un pasacalles que recorre en una semana las vías de la ciudad, y en uno de ellos, nada menos que el inaugural, allá que van a ver al atento y solitario Pedro Mato en las posesiones de catedral y visión adjunta de palacio episcopal.
¿Qué se contarán? Tendrán mucho que decirse. Un año de testimonios visuales desde tan sugestivas atalayas dan para una amena conversación. Una ciudad pequeña guarda también las intrahistorias de lo doméstico, de la baja política de la convivencia a pie de calle que, ellos, el trío maragato, anotan con esmero en los descansos horarios y en la vista de águila del que no ha hecho más que mirar desde que es.
ÁNGEL ALONSO