El Senado, tal y como hoy lo conocemos en España, es una institución anacrónica nacida con alma romana pero atrapada en el barro de la política moderna. Su nombre evoca al senatus latino, aquel consejo de ancianos que guiaba con prudencia los destinos de la República romana, símbolo de sabiduría, deliberación y templanza. Pero su traslación al marco constitucional español de 1978 ha devenido en una de las piezas más desdibujadas de nuestro sistema institucional.

Pensado como una Cámara de representación territorial, el Senado debería haber sido el contrapeso natural al Congreso de los Diputados, el espacio donde las realidades diversas del Estado —autonómico, complejo, plural— pudieran debatirse y corregirse. Era, en teoría, una suerte de foro federalizante, donde las comunidades autónomas tuviesen voz propia, no intermediada por la lógica partidista. Sin embargo, nunca se dotó al Senado del diseño ni de la musculatura política para ejercer esa función.
La Constitución del 78 dejó abierta la posibilidad de su reforma —como tantas otras cosas que quedaron pendientes para más adelante—, pero el paso de los años y la perversión de la política han acabado por convertir esta Cámara Alta en una sombra de sí misma. No se reformó, ni se le dio contenido. Hoy, el Senado no corrige, no representa al territorio en sentido real, no incide significativamente en la legislación ni canaliza las tensiones territoriales. En muchos casos, se ha convertido en un retiro dorado, un lugar de paso o de reposo para quienes ya no tienen cabida en la primera línea política.
El caso del socialista Luis Tudanca es paradigmático. Tras años al frente del PSOE en Castilla y León, tras intentos frustrados por desbancar al PP en una de las regiones más conservadoras de España, ha acabado exiliado en el Senado, ese lugar que algunos llaman con ironía el cementerio de elefantes. Un destino que suena más a castigo que a premio, más a olvido que a reconocimiento. El fracaso electoral —más por la aritmética que por el voto popular— lo arrastró a ese banquillo institucional donde la política deja de ser pasión y se convierte en trámite.
Y es que el Senado, más que una Cámara territorial, es hoy un banquillo en clave futbolística: un espacio donde los partidos envían a quienes ya no cuentan para el once titular, o a jóvenes promesas a foguearse antes de dar el salto. Ni corrige, ni legisla con peso, ni representa territorios como debería. Hasta que no se acometa su reforma, si es que alguna vez se hace, seguirá siendo esa segunda fila donde se espera turno… o se aguarda el olvido.