En el corazón de toda democracia moderna se encuentra un delicado equilibrio entre representatividad y gobernabilidad. En este marco, el bipartidismo ha demostrado ser, durante décadas, un sistema eficaz para garantizar la estabilidad gubernamental. España no ha sido una excepción. Desde la transición, la alternancia entre dos grandes partidos ha permitido una cierta coherencia institucional y una continuidad en las políticas de Estado. Sin embargo, esta arquitectura política comenzó a mostrar grietas cuando el nacionalismo —y su derivada más radical, el independentismo— comenzó a adquirir un papel central en la formación de gobiernos, a menudo actuando como árbitro de mayorías sin tener un proyecto de país compartido.
El independentismo no es otra cosa que el nacionalismo llevado a su extremo. Lejos de buscar una convivencia plural dentro del marco constitucional, ha capitalizado el sistema para obtener concesiones a cambio de apoyos coyunturales. El modelo se ha repetido legislatura tras legislatura: partidos que obtienen escasa representación a nivel nacional, pero que concentran su poder en determinadas comunidades autónomas, utilizan su posición para condicionar políticas generales a cambio de inversiones, competencias o beneficios fiscales exclusivos. Lo que en principio parecía un mecanismo legítimo de negociación política se ha transformado en un chantaje territorial que debilita el principio de igualdad entre los españoles.
En muchos puntos geográficos del país la afrenta diferencial gana legitimidad y enteros en administraciones regionales, provinciales y hasta locales. Y así, el multipartidismo no solo fractura la voluntad popular en el Congreso…
Este fenómeno, además, ha generado un efecto mimético. La lógica del “cuanto más ruido hago desde mi territorio, más consigo del Estado” ha calado en otras regiones, donde han comenzado a surgir movimientos localistas, provincialistas y regionalistas que no buscan mejorar el conjunto del país, sino obtener ventajas particulares. Lo que antes era una excepción se está convirtiendo en norma. En muchos puntos geográficos del país la afrenta diferencial gana legitimidad y enteros en administraciones regionales, provinciales y hasta locales. Y así, el multipartidismo no solo fractura la voluntad popular en el Congreso, sino que atomiza el discurso nacional, regional y provincial, impide grandes acuerdos y convierte cada investidura en una subasta con intereses cruzados y visión cortoplacista.
El resultado es evidente: inestabilidad parlamentaria, presupuestos bloqueados, cesiones asimétricas y una erosión continua del concepto de Estado. Mientras tanto, España pierde peso en el escenario europeo e internacional. La imagen de un país fragmentado, incapaz de hablar con una sola voz, merma su capacidad de influencia en Bruselas y debilita sus relaciones exteriores. En lugar de consolidar una visión de Estado moderna y cohesionada, se favorecen intereses localistas que se presentan como progresistas, pero que en realidad actúan con una lógica decimonónica de compartimentos estancos. Es el triunfo de la política con boina, txapela o barretina.
Lejos de fortalecer a las comunidades, esta lógica empobrece la acción política, fomenta la desigualdad y debilita a España
El bipartidismo, con todos sus defectos, ofrecía una visión de conjunto. Permitía una alternancia ordenada en el poder, con partidos que, aunque diferentes, compartían la idea de una España unida y funcional. Hoy, en cambio, las mayorías absolutas son una rareza y los gobiernos se ven obligados a depender de fuerzas que no creen en el proyecto común. Esta dependencia socava el espíritu constitucional de 1978 y, más profundamente, el sentido de unidad que desde el siglo XV ha dado forma al Estado español moderno.
En definitiva, el auge del independentismo y sus réplicas regionalistas ha pervertido el espíritu de la representación democrática, sustituyendo el interés general por la suma de intereses particulares. Lejos de fortalecer a las comunidades, esta lógica empobrece la acción política, fomenta la desigualdad y debilita a España en un momento en que la cohesión nacional y la presencia exterior son más necesarias que nunca.