En una democracia plena, como la española, la ética en el ejercicio de lo público no debería ser una opción, sino un pilar innegociable. Ocupamos muchas horas debatiendo sobre leyes, competencias, programas o presupuestos, y, sin embargo, parece que hemos olvidado lo esencial: la dignidad del cargo público. Dimitir, cuando corresponde, no es un acto de debilidad, sino de salud democrática. Es, de hecho, una señal de respeto hacia las instituciones, hacia los ciudadanos y hacia uno mismo.
No se trata de una cuestión legal únicamente. El problema, cada vez más presente, es la confusión interesada entre legalidad e integridad. Que algo no sea delito no lo convierte automáticamente en moral o aceptable. Las leyes, como es lógico en un sistema garantista, dejan huecos, resquicios, márgenes interpretables. Pero el comportamiento de un representante público no debería limitarse a moverse por las rendijas del reglamento: debe aspirar a ser ejemplar.
Cuando un político es investigado formalmente por la justicia o existen sospechas fundadas sobre su conducta, lo mínimo exigible es que ponga su cargo a disposición. En los casos más graves —como alcaldías o presidencias— una moción de censura no debería verse como una amenaza, sino como una herramienta legítima del sistema para preservar su higiene institucional.
Sin embargo, la realidad española de los últimos años muestra una deriva preocupante. Se ha pervertido el significado del servicio público. El aferramiento al poder, el desprecio por la ejemplaridad y la desconfianza generalizada hacia las instituciones están minando el corazón de nuestra democracia. La ciudadanía observa, con una mezcla de hartazgo y tristeza, cómo se tolera lo que debería ser intolerable. Quienes amamos la política, quienes creemos que puede y debe ser una herramienta noble de transformación social, nos sentimos dolidos por esta desafección creciente.
La revolución que necesitamos no es una insurrección violenta ni un clamor populista. Es una revolución ética, una toma de conciencia individual y colectiva. Empieza cada mañana, cuando cada ciudadano decide comportarse con honestidad, cuando cada servidor público entiende que está ahí para servir, no para servirse.
Dimitir cuando se debe no es claudicar. Es contribuir a reconstruir la confianza. Y eso, en estos tiempos, es profundamente revolucionario.
Heraldo de León