El deporte es la manifestación y movilización de masas más popular de la humanidad. Empeñados en el adanismo creemos que es fenómeno de la contemporaneidad, pero existen crónicas de hace milenios acerca del poder sedante y euforizante de la competición. Pongo un ejemplo del siglo I de nuestra era, en la que un viajero llamado Dión Crisóstomo narraba la confluencia de gentes y pasiones en el hipódromo de Alejandría con palabras que pueden suscribir testigos de las épicas y desmanes de hoy.
Nada se sabe de ellos a través del nombre propio, pero la historia ensalza la gloria personal y tribal de los vencedores en los Juegos Olímpicos del helenismo. Es conocido que el circo romano y las justas medievales proclamaron campeones, auténticos héroes del pueblo, pese a los sambenitos de crueldad y clasismo máximos.
El deporte en todo el mundo fue contagio de pandemia con la irrupción de medios de comunicación. La crónica del mundo se hizo diaria y el heroísmo de estadio se emparejó con la celebridad ganada en tribunas públicas y en frentes de batalla. A un atleta ahora se le identifica como líder o soldado en conceptos impregnados de orgulloso nacionalismo.
Los caprichos del calendario han gastado la broma de anunciar la retirada de dos máximas significaciones del deporte español con el lapso veloz de un día para otro. Complicada gestión de ausencias para un país privado de las hazañas cívicas en ámbitos esenciales de la convivencia.
Rafael (Rafa) Nadal y Andrés Iniesta son encarnación de los dos prismas de la individualidad deportiva. El primero, en la soledad de una disciplina, metáfora abierta en canal del cara a cara. El segundo, en la sublimación nominal de la proeza grupal.
La grandeza de estos deportistas no es estrictamente de palmarés. ¿Comparar? Imposible homogeneidad. Radica, a cambio, en algo más grande: su condición de elegidos como excelencia de la fama elegante y merecida que tanto se añora en personalidades públicas de diferentes coliseos.
Iniesta y Nadal son patrimonio nacional y cultural. No se les conoce más militancia que la de un patriotismo sin patrioterismo Las alegrías tras los triunfos eran contagiadas a un pueblo sin banderías ni colores. El tenista se declaró madridista sin romper los consensos de su personalidad en las hinchadas de todo pelaje. El futbolista, de camiseta culé, arrancó los aplausos en territorio vikingo. Les une la gran victoria en el selectivo campeonato de la admiración a la persona.
ÁNGEL ALONSO