De librerías y libreros

Las grandes superficies comerciales y el papanatismo dominante han provocado, en la última década,  la desaparición de muchos pequeños establecimientos comerciales a lo largo y ancho de lo que antes era España y que ahora ya no sabemos lo que es. Las primeras en `caer´ bajo la competencia apabullante de los gigantes de la distribución fueron las tiendas de comestibles, después lo hicieron los comercios de ropa y a continuación  otros pequeños negocios, que formaban el tejido empresarial de todas las ciudades e incluso de algunas capitales de provincia, como la nuestra.

 

Sin embargo, debido a esa protección divina que se suele centrar en los más débiles y en los inocentes, las librerías han logrado mantenerse, sin registrar hasta ahora demasiadas bajas en sus filas. En todo caso y de cara al futuro inmediato, los profesionales mas avispados del gremio ya han empezado a detectar las primeras señales inquietantes, en parte por el efecto colonizador de las grandes superficies, que ya alcanza a todos los sectores comerciales,  y en parte también por la creciente influencia de las nuevas tecnologías, que están seduciendo sin dificultad a muchos jóvenes para los que  la lectura de libros empieza a ser una práctica procedente del paleolítico superior.

 

Por ello y aún a sabiendas de la dudosa utilidad de esta columna, me atrevo a demandar algún tipo de protección a las autoridades competentes e, incluso, a las incompetentes, que son más,  para que las librerías y los libreros no acaben desapareciendo como aquellos entrañables ultramarinos en los que se podía encontrar, además de escabeche de tino, el olor penetrante del pimentón De la Vera y hasta un rato de palique con el propietario del establecimiento.

 

Perdón, acabo de tropezar en la piedra de la nostalgia. Es cosa de la edad.

 

A lo que iba. Considero  -así lo escribo y defiendo- que las librerías no deben desaparecer. En primer término porque son lugares donde se vende y se respira cultura; cultura entendida en el sentido más nutritivo del término. Y en segundo lugar porque los espacios que las grandes superficies dedican a la venta de libros nunca van a poder sustituir a las librerías tradicionales en las que siempre hay un librero que ama los libros, que los lee  y que está perfectamente capacitado para hablar con sus clientes de cualquier novedad editorial y, si hay tiempo, de otras muchas cosas de la vida desde la perspectiva de la sensibilidad y la sensatez.

 

Mire, yo no se usted, pero yo tengo, para la salud del cuerpo, un médico de cabecera, y para la salud del espíritu, un librero también  de cabecera y sin lista de espera,  que me ilustra y me aconseja a la hora de adquirir un libro o de compartir una opinión sobre alguna lectura común y reciente.

 

Como es sobradamente conocido, los enemigos del alma son tres: el Mundo, el Demonio y la Carne y podríamos establecer, en otra ocurrente trilogía, que  los enemigos de la literatura son, en estos momentos,  otros tres: Belén Esteban, Mario Vaquerizo y Paz Padilla, que han logrado publicar sus textos, con cifras de venta sonrojantes para alegría de sus editoriales y  vergüenza de la inteligencia humana.

 

Pues bien, un lector despistado podría caer en la tentación de adquirir en el espacio de venta de libros de una gran superficie  cualquiera de las obras lamentables que han producido  esos personajes de la farándula televisiva. Sin embargo, un librero, desde su responsabilidad profesional jamás permitiría ni al más odiado de sus clientes comprar un ejemplar de esos `escritores´ faranduleros a los que siempre acompaña la popularidad y casi nunca el talento. Y esto es así porque para cualquier librero siempre es preferible perder una venta que la honra profesional

 

Ya digo, creo que debemos salvar al lince ibérico, pero también  a los libreros, porque son otra especie en fase de extinción cercana, aunque la señora ministra para la Transición Ecológica y los grandes expresos europeos no haya dicho nada hasta ahora sobre esta cuestión.

 

Angel María Fidalgo