Midway, 4 de junio de 1942
“Más vale ser la viuda de un héroe que la esposa de un cobarde”
Dolores Ibarruri
Aprovechando que cuando me puse a escribir era 4 de junio, he querido conmemorar esta historia.
Siendo joven recuerdo que, durante la segunda guerra del Golfo contra el Irak del dictador Sadam Husseín, allá por el año 1990, un pequeño escuadrón de modernos cazabombarderos de un país de la OTAN del sur de Europa de cuyo nombre no quiero acordarme (dejémoslo así, es un país que en el fondo admiro y que en los últimos años está demostrando más dignidad, sentido común y entereza que nosotros, los españoles) envió en una misión de ataque a las posiciones del todopoderoso ejército iraquí, siete modernos cazabombarderos de fabricación europea…
Sea como fuese la citada misión se emprendió, al parecer, sin demasiada convicción y muy bajo adiestramiento y capacidades. Por ello, cuentan las crónicas que, al poco de despegar, un avión sufrió una avería y decidió regresar a su base; ya solo eran seis. La misión prosiguió pero resulta que al cruzar un frente nuboso dos aviones se perdieron del resto del pequeño escuadrón y decidieron volverse a la base; ya solo eran cuatro. La misión continuó, pero he aquí, que los aviones habían de repostar en vuelo y resulta que de los cuatro dos no consiguieron hacerlo y se tuvieron que dar la vuelta (falta de habilidad que da el adiestramiento o de ganas, vaya usted a saber); ya solo quedaban dos aviones…estos dos continuaron intrépidos la misión y llegaron sobre el blanco enemigo, la defensa antiaérea iraquí derribó con un misil uno de los aviones, ya solo quedó uno, y éste fue, soltó las bombas… y falló el blanco por unos buenos centenares de metros…
Se dice que las risas se oyeron desde Bagdad a Washington, pasando por Islamabad…
Mirando al pasado, la historia nos habla de otro conflicto, la Segunda Guerra Mundial, de otro escenario, el Océano Pacífico (así llamado porque así lo bautizaron los marinos que primero lo cruzaron, lo españoles de Magallanes y El Cano), y de otra época, junio de 1942.
Aquí el narrador o poeta, porque la historia que les vamos a relatar tiene mucho de cantar de gesta o de saga épica, nos aclara que estábamos en el segundo año de la Guerra Mundial y en el séptimo mes del conflicto con los Estados Unidos metido ya en el mismo tras el desastre de Pearl Harbor. En esos siete meses anteriores, el Imperio Japonés (que al igual que la Alemania Nazi se había preparado a conciencia durante décadas para crear su propio Imperio en Asia en cuanto las potencias occidentales abrieran otra Guerra Mundial en Europa) desarrolló una brillante guerra relámpago en el sudeste asiático entre diciembre del 41 y mayo del 42 arrollando, derrotando y ocupando todas las colonias y posesiones que norteamericanos, franceses, británicos y holandeses mal defendían en Asia. Todos estos territorios y sus vitales materias primas de las que Japón y su industria carecían (petróleo, hierro, bauxita, cinc, caucho, cobre, estaño…) engrosaron más el poder del Imperio del Sol Naciente.
En aquellos siete meses la Armada y el Ejércitos Imperiales derrotaron a todos sus oponentes hasta alcanzar el aura de invencibles; no en vano los japoneses habían sabido unir a los últimos adelantos de la industria y táctica militar los férreos usos y tradiciones de una sociedad militarizada e imperialista desde hacía siglos por generaciones de samuráis y del bushido. En esa marcha también, las fuerzas armadas japonesas olvidaron el camino del honor militar y de las antiguas leyes de la guerra perpetrando numerosos crímenes sobre la población civil y sobre los prisioneros de guerra de los países a los que combatieron en unos niveles de salvajismo que poco tienen que envidiar a los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos por el Tercer Reich nacionalsocialista de los Mil años…
Para junio de 1942 las fuerzas japonesas habían planeado en secreto su último golpe de mano estratégico con el que lograrían cerrar el cinturón defensivo de su nuevo imperio en el Pacífico: atacar, tomar y fortificar el atolón de Midway, a pocas horas de vuelo de la principal base naval norteamericana en el Pacífico, Pearl Harbor. Si lo lograban, unos debilitados Estados Unidos tardarían años (y eso si lo lograban) en poder derrotar al Japón.
Además, la flota imperial utilizaría la nueva campaña para tender una emboscada a los restos de la marina de guerra norteamericana en el Pacífico, acabándola de destruir, sobre todo a los tres portaviones que los norteamericanos (el Hornet, el Yorktown y el Enterprise) habían conseguido salvar de la debacle de Pearl Harbor siete meses antes…
Sin embargo, gracias a los servicios de inteligencia norteamericanos que lograron romper el código de cifrado de las comunicaciones japoneses, la presa supo a tiempo los planes del cazador y se dispuso al combate, preparando David su propia emboscada contra Goliat; tres portaviones norteamericanos (uno de ellos muy remendado y con obras de urgencia tras los daños sufridos en la batalla del Mar del Coral un mes antes) con una pequeña escolta de cruceros y destructores salieron a la mar con el ánimo de hacer frente a la superior flota imperial formada para la ocasión por cuatro portaviones y docenas de navíos de todo tipo (acorazados, cruceros y destructores)…
La táctica de la aviación naval norteamericana establecía que cada portaviones embarcaba cuatro escuadrones de aviones: uno de aviones torpederos, otro de aviones de ataque en picado y dos más de aviones de caza para proteger a sus compañeros y a su propio portaviones base.
En cuanto los aviones de exploración lograban localizar (luego de varias horas de volar sobre el infinito océano) a la flota enemiga, se atacaba de manera inmediata para dar el primer golpe antes de que el oponente lo hiciera contigo. Al no estar blindados los portaviones eran naves gigantescas y muy vulnerables ante cualquier ataque enemigo con torpedos y con bombas.
El ataque se debía de hacer de manera coordinada y con todos los escuadrones a la vez; mientras los torpederos lo hacían al ras del mar, los bombarderos en picado desde varios miles de pies de altura caían hacia sus blancos en un ángulo de entre 45 y 60º a fin de apuntar sus grandes bombas de casi 500 kg de peso sobre las cubiertas de los buques enemigos. Ambos ataques debían de hacerse con la protección de sus aviones de caza para evitar que, al ser mucho más lentos y menos maniobreros por sus pesadas cargas, torpederos y bombarderos en picado fueran fácilmente derribados por la caza enemiga, amén de la artillería antiaérea de los buques.
Al amaneces del 4 de junio, contando con la ventaja de conocer de antemano los planes enemigos, los exploradores americanos localizaron primero a la flota de portaviones japoneses, y mientras éstos lanzaban un infructuoso primer ataque contra la pequeña base norteamericana de Midway, seis escuadrones de ataque de los tres portaviones americanos (Hornet, Enterprise y Yorktown) se aprestaron al despegue.
De manera curiosa hay que decir al lector que al librarse la batalla, a cientos de km de distancia una flota de otra, y atravesando por en medio de ellas el meridiano 180º W del cambio de hora, la batalla se libró de manera simultánea durante dos días, pues mientras los navíos y aviones japoneses se movían y despegaban en la tarde del miércoles 3 de junio, en ese mismo momento los norteamericanos se movían ya en el jueves 4 de junio (hubo aviones que pasaron en pocas horas del miércoles al jueves, para regresar a sus portaviones que seguían en la jornada del miércoles). De ahí que a esta batalla se le dio el nombre del atolón sobre la que se libró, así bautizado desde el siglo XIX por hallarse situado en la inmensidad del Pacífico, equidístate entre Asia y América… Midway (“A mitad de camino”).
Sin embargo para los norteamericanos, en aquella mañana del jueves 4 de junio todo les empezó a salir mal. Las radios de los aviones no funcionaron bien y ello, junto con las prisas por atacar, hizo que los 6 escuadrones de los tres portaviones americanos perdieron el contacto entre sí al atravesar varios bancos de nubes. Los cazas y bombarderos en picado del portaviones Hornet se perdieron del todo y no lograron alcanzar a la flota enemiga habiendo de regresar a su nave horas después y casi sin combustible (varios aviones cayeron al mar).
Ello dio lugar a que, como en una antigua tragedia griega (o española de Lorca) y por una funesta tirada de dados de las Parcas, los tres escuadrones de torpederos americanos, en sus lentos y anticuados TBD Devastator, alcanzaron la flota japonesa de manera aislada, llegado a ella en intervalos de 20 minutos, sin la escolta de sus cazas y sin estar a la vista tampoco sus tres escuadrones hermanos de bombarderos en picado Dauntless para hacer el ataque de manera coordinada, dividiendo y debilitando así el esfuerzo de la defensa enemiga. Los primeros en llegar serían los torpederos del Hornet, luego los del Enterprise y por último los del Yorktown.
Toda la flota japonesa les avistó y dirigió hacia ellos su artillería; igualmente, las patrullas aéreas de cazas japoneses que volaban constantemente durante el día sobre su flota para protegerla de cualquier ataque (una treintena de veloces zeros), se dispuso a atacarles.
En aquellos momentos, cada uno de los jefes de los tres escuadrones de torpederos descubrió, con pesar, que estaban solos, nadie les apoyaba. Si atacaban, su acción iba a ser algo parecido a la carga de la brigada ligera en Balaclava en 1854 o a la salida de Santiago de Cuba de la flota del Almirante Cervera en 1898…
Lo práctico, lo lógico hubiera sido desistir, deshacerse de sus torpedos y regresar a sus portaviones para ponerse a salvo a fin de poder hacer otro ataque con más posibilidades de éxito… Pero fue en aquellos momentos terribles, cuando, aislados y separados los tres escuadrones por unos 60 km de distancia, los tres comandantes empezaron a dar la orden de atacar pese a todo; orden que fue cumplida de manera abnegada y sin rechistar por todos los aviones.
Como en un viejo poema épico medieval de unos pocos caballeros cargando contra todo un ejército, cada escuadrón de aviones TDB Devastator (tripulados cada uno por un piloto, un bombardero y un artillero), ya lentos de por sí (apenas desarrollaban 322 km hora de velocidad máxima) redujo aún más su marcha a fin de poder soltar los delicados torpedos sin que el impacto contra las aguas los inutilizaran (habían de decelerar hasta los 185 km hora). Desde unos 18 km de distancia los aviones marcharon lentamente contra el muro de fuego de la Armada del Sol Naciente, esperando poder llegar hasta la distancia de disparo, a menos de unos 500 metros.
Y así, uno a uno, los 15 aviones torpederos del Hornet fueron siendo derribados (sobre todo por los veloces cazas zero japoneses que llegaban a los 530 km hora) con los cuerpos de sus pilotos y artilleros acribillados, muertos y moribundos; solo uno de ellos logró soltar su torpedo antes de ser, igualmente, abatido.
El inicio del ataque de los torpederos americanos a ras del mar (por debajo de los 15 metros de altura) había hecho descender también a todas las patrullas de caza japonesas que volaban sobre sus portaviones.
Y apenas unos minutos después de que las últimas columnas de humo, cenizas y sangre de las 45 vidas y 15 aviones fueran disipados por la espuma del mar, llegó el segundo escuadrón de torpederos del Enterprise; 14 aviones atacaron de nuevo solos, sin apoyo ni escolta; diez fueron derribados y cuatro lograron escapar acribillados (con muchos de sus pilotos malheridos y bombarderos y artilleros muertos) hacia sus lejanos portaviones; cinco lograron soltar sus torpedos pero ninguno hizo blanco.
La batalla iba camino de ser un desastre para los norteamericanos. Los japoneses ya habían detectado con sus hidroaviones de exploración a la pequeña flota enemiga y los portaviones del Sol Naciente se aprestaban a lanzar una gran oleada de centenar y medio de aviones en un solo y concentrado ataque contra sus oponentes americanos.
Pero en ese momento los marinos japoneses tuvieron que retrasar, de nuevo, el despegue de sus aviones… el último escuadrón de torpederos norteamericanos, el del Yorktown, con 12 aviones apareció solitario sobre el horizonte desde el NE, y animosa, y valientemente, cargaron contra los portaviones japoneses.
Esta vez seis cazas americanos lograron reunirse, en el último momento, con sus compañeros; gracias a ello, cinco de los lentos Devastator lograron llegar a la distancia de soltar sus torpedos aunque ninguno hizo blanco. De los doce, once fueron derribados y solo uno sobrevivió para regresar a su portaviones.
Fue en aquel momento, sobre las 10.25 de la mañana cuando el sacrificio de todos aquellos marinos cobró sentido, a 9.000 pies de altura sobre los portaviones japoneses consiguieron llegar y posicionarse los dos escuadrones de bombarderos en picado Dauntless del Enterprise y del Yorktown. Portando grandes bombas perforantes de 500 kg se lanzaron en picados de 55º sobre las cubiertas de los portaviones japoneses… y lo hicieron a placer pues todos los cazas japoneses de protección seguían volando a ras del mar rematando y persiguiendo a los últimos torpederos americanos.
En cuatro minutos tres portaviones japoneses fueron alcanzados y destruidos…en cuatro minutos los norteamericanos ganaron la guerra; una guerra que habría de durar tres años más…
Se cuenta en la novela Vientos de Guerra publicada en 1971 por Herman Wouk, que si esta historia se hubiera contado a la luz de una hoguera hace siglos, el juglar se detendría, como en las viejas sagas, para declamar los nombres del casi centenar de pilotos, bombarderos y artilleros de los tres escuadrones de torpederos que aún sabiendo que iban a ser derribados y probablemente iban a morir, aún así, atacaron… y sin poder saberlo ganaron la batalla, porque aunque ninguno de sus torpedos hizo blanco, los cazas japoneses para hacerles frente y derribarlos habían desprotegido totalmente en altura a sus portaviones.
Aquel sacrificio último de aquellos marinos tiene mucho más mérito porque todos ellos eran hijos de una Democracia liberal y de una Cultura occidental que, con todos sus defectos, les habían enseñado desde niños, en la familia, en la escuela y en la vida, que, a pesar del egoísmo y del sentido práctico innato que los seres humanos llevamos en nuestros genes, somos individuos únicos e irrepetibles; que nuestra vida, que toda vida, es preciosa, pero que como consecuencia de ello, algunas personas son llamadas a sacrificarse por los demás, por su comunidad, por su país, por su sistema de valores políticos y morales, de libertades, y también, como no (estamos hechos de carne y de barro) por el atávico orgullo tribal de su bandera y de las insignias y emblemas que llevaban prendidas en sus uniformes y en el fuselaje de sus aviones.
Aquellos aviadores marinos no habían sido educados desde niños en la ciega obediencia a un emperador divino al que en caso necesario había que sacrificar la vida; tampoco habían sido formados en el odio del nacionalismo racista (la peor ideología surgida a finales del siglo XIX y que aún hoy sigue coleando por el mundo y por la misma España) a todo aquello que no es lo propio, al vecino, al extranjero, al enemigo en suma. Aquellos marinos no tenían por que obedecer, con fanatismo, a un líder y a un estado totalitarios que despreciaban la importancia de la vida insustituible de un ser humano libre y ciudadano.
No pertenecían tampoco a una sociedad fanatizada por ningún credo extremista, mesiánico o político que les hubiera inculcado que al morir así, por un estado o por un profeta, iban a alcanzar el Paraíso como mártires o el Valhala pagano de los que mueren matando a sus enemigos…
Aquellos jóvenes aviadores marinos no pertenecían a seculares linajes aristocráticos de guerreros y militares…eran hijos y nietos de granjeros, de obreros y de comerciantes, de emigrantes pobres europeos, de clases medias y liberales que habían escogido antes de la guerra la profesión de la milicia.
Ninguno creía que por morir por su país irían derechos al cielo, al paraíso… es más, entre ellos habría no creyentes y agnósticos (aunque es conocido el viejo dicho de que “En las Trincheras no hay Ateos”) que consideraban que la vida que tenían era la única vida y que no había más vidas después de aquella, en la mañana del 4 de junio de 1942 en medio del gran océano…
Los que fueran creyentes (cristianos y judíos) también sabían que a la muerte hay un juicio, donde se valoran tus obras en esta vida y que, en cualquier caso, es Dios quien decide que hay después de esta vida y que será de tu alma…y por lo tanto tampoco habría para ellos un paraíso inmediato.
Con todo ello, sacrificaron sus vidas, y gracias a esas vidas perdidas, la marina norteamericana ganó aquella titánica batalla en medio del inmenso Océano Pacífico.
Como bien podría haber dicho Jorge Manrique, de los hombres y mujeres prácticos y egoístas nadie conservará memoria, ni recuerdo, ni enseñanza alguna; el día que mueran quienes les conocieron nada quedará de ellos…
Empero de los que se sacrificaron ayer y lo siguen haciendo hoy por un ideal superior, por el bien general de su Comunidad y de su País, en todas las culturas siempre se les guardará respeto y veneración, denominándoles con aquella palabra, tan desgastada y denostada por el uso en un siglo XX de guerras mundiales y de barbarie, pero también de generosa humanidad y auto sacrificio de unos pocos para que otros muchos puedan seguir viviendo en libertad,…de Héroes.
“La fuerza de los valientes, cuando caen, pasa a la flaqueza de los que se levantan”
Miguel de Cervantes
Arsenio García Fuertes
Doctor en Historia
Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.
Maravilloso relato, muy emocionante y ejemplarizante. Gracias doctor.
Felicitaciones y gracias!!
Con que maestria blande la pluma don Arsenio, y lo mismo nos mete de lleno en un cuento de caballeros medievales que en un combate de la guerra mundial, pero siempre dejandonos en el corazón una enseñanza. Gracias!!!
Excelente artículo para la reflexión, algo que lamentablemente se está olvidando realizar: tener opinión propia y no opinión sincronizada por la ideología ciega e inquebrantable fe en el tirano-líder
Me gusta mucho la frase del inicio o subtítulo del artículo. Mejor viuda de un héroe que esposa de un cobarde.
Rogelio Meléndez Tercero
Interesante artículo. Me ha gustado especialmente la parte final. Enhorabuena.