Antes de nada, quiero pedir disculpas por lo mucho que he tardado esta vez en enviar esta colaboración a mi periódico, que también es el suyo, querido lector. La culpa del retraso la han tenido, por este orden, un viaje imprevisto a Lanzarote, un ataque desmedido de holgazanería senil y un acusado sentimiento de decepción y tristeza por la incapacidad que siguen demostrando nuestros políticos para solucionar los problemas que verdaderamente nos afectan a los ciudadanos.
Cuando ocurrió el desastre natural de Valencia, intenté escribir una columna para poner a parir a todos los políticos y a todas las Administraciones implicadas en la catástrofe, por su culpable y compartida incompetencia, Pero la rabia, por una parte, y la gravedad de los insultos y descalificaciones que me venían a la cabeza me impidieron en ese momento escribir una sola línea.
Preferí dejar pasar el tiempo para calmarme y para ver si los responsables públicos, tras constatar sus muchos errores, negligencias y trapacerías, iban a ser capaces de enmendar el rumbo para actuar como debían de haberlo hecho desde el principio, poniendo los suficientes recursos del Estado a disposición de la Comunidad Valenciana, y ofreciendo a los damnificados todas las ayudas necesarias, en el menor plazo posible y con los niveles de eficacia exigibles en un país que se tiene por desarrollado.
Pero no ha sido así. Los trabajos de recuperación siguen avanzando a un ritmo desesperadamente lento, gran parte de los afectados por la Dana todavía esperan las ayudas prometidas, y los responsables políticos en lugar de analizar y adoptar coordinadamente las medidas más convenientes para evitar que se repita el desastre, han preferido seguir dedicando su tiempo a la descalificación, al insulto, y a la elusión pertinaz de responsabilidades propias, por razones de táctica política. Algunos estrategas, incluso, ya lo han reconocido en la intimidad: no hay mal que por bien no venga. ¡Que asco!
El panorama es tan lamentable que hasta en la reciente misa funeral organizada por el Arzobispado de Valencia, en memoria de las víctimas, se hicieron notar con más fuerza las discrepancias y las tensiones que el lógico sentimiento de luto y pesar por los cientos de personas que perdieron la vida durante el temporal.
Por todo ello, no me puedo imaginar la cara que habrán puesto muchos valencianos de los pueblos más afectados por la Dana, cuando los medios de comunicación han difundido hoy la noticia de que en el Congreso de los Diputados se sigue prestando más atención a las posibles consecuencias de las bravuconadas del tal Carlos Puigdemont que a sus problemas.
Y también me cuesta conjeturar cual habrá sido la expresión facial de los valencianos cuando hayan tenido conocimiento, igualmente, de que el Gobierno no podrá prestar toda la atención que merecen sus inquietudes y necesidades porque, además del acto celebrado en el Auditorio Nacional de Música, con la presencia de 11 ministros, estará ocupado en la organización de más de un centenar de actos para homenajear a las víctimas del franquismo, al cumplirse en 2025 ¡medio siglo! de la muerte del dictador, un hecho que, por cierto, ocurrió en una cama hospitalaria y por razones estrictamente biológicas.
Hay quien dice que el desapego de los ciudadanos hacia los políticos no para de crecer y la verdad es que viendo lo que ocurre no parece que éste sea un fenómeno que se pueda considerar extraño o injustificado, sobre todo, si a estas actuaciones, digamos, poco convenientes, se le añaden los altos niveles de corrupción que se registran en la política española.
Y esto, que conste, no es algo de lo que debamos alegrarnos, porque los políticos, por mucho que se diga o por mucho que se les critique, son imprescindibles en nuestro sistema democrático. Eso sí, lo son siempre y cuando se dediquen a solucionar los problemas de los ciudadanos que los elegimos y los pagamos, generosamente, por cierto.
Ángel María Fidalgo