Llega un momento que el peso de la memoria se instala en dígitos apabullantes. En la contabilidad de las edades, el cincuenta se saluda con la celebración de las llamadas bodas de oro. Noble metal para refrendar una efeméride que nadie puede homenajear en todos los capítulos importantes de su existencia.
Contar cincuenta desde el momento de nacer es sustraerle al calendario medio siglo, un lapso de tiempo que ya sirve para empezar a hacer la Historia con mayúsculas. Y lo mismo sirve de mojón de paso del ecuador en una biografía refrendada en la proeza, todavía, de colocar tres números en los cumpleaños. Realidad del mismo ahora es que la dignidad centenaria pierde rareza por el ensanche progresivo de la longevidad.
Eso, partiendo desde cero. Pero hay más sumandos al cincuenta. La muesca de este número en el matrimonio coloca en los territorios de la resistencia vital, pues sabido es que la convivencia se destruye, y también se fortalece, en la herrumbre del aguante a las manías y desplantes del otro. Cincuenta años de casados, según se estilan los tiempos, más que merecen, la medalla de oro en el podio o potro de la paciencia mutua.
El recorrido de este tiempo es la maratón del juego olímpico de la fe de vida. Decir que ha pasado medio siglo de lo que sea es una mirada retrospectiva que tiene el efecto del vértigo tembloroso en la observación a los bajos desde lo muy alto. La memoria en estas dimensiones se desnuda de la anécdota para enfundarse la angustia de un viaje al futuro de fugaz recorrido. Ya se sabe que pasado largo y porvenir corto es razonable proximidad de fin de ciclo.
Vamos quedando aquí para contar el lejanísimo tiempo de acontecimientos que han alegrado o penado la ruta vital. Dieciocho mil doscientos sesenta y dos (incluidos los años bisiestos) es la cifra en días de estas cinco décadas. Muchos umbrales han sido rebasados; no menos puertas, cerradas a cal y canto. Numerar el tiempo en estas magnitudes es caerle a cualquiera todo el peso de la ley de vida.
ÁNGEL ALONSO