Por estas fechas de noviembre ya estarán marchitas las flores depositadas con profundo duelo el primer día de este mes en las tumbas de los seres queridos. Es poderosa la alegoría vital del aroma y colorido de los ramos, testimonio de vida y recuerdo de los que siguen en pie, frente a los que emprendieron viaje sin retorno a felicidades eternas prometidas por las divinidades, o a mundos y dimensiones incomprensibles para los que seguimos al bollo en espera de la ineludible cita con el hoyo.
El penúltimo mes del año es un periodo, hasta el último día, vestido de luto. Corto de luz, largo de oscuridad. Tánatos, la personificación mitológica clásica de la muerte natural, y la Parca, tan familiar en nuestros sentimientos de pueblo, se solazan estos días en el tiempo de andanzas felices, para ellos, por los cementerios que verifican el conteo de sus piezas, a la larga, todos y cada uno de nosotros, sin escapatoria.
El hedonismo de nuestra época traduce una filosofía del valor real del bienestar, a una placentera modernidad que desprecia el estoicismo, igualmente mal entendido en su raíz de doctrina de la virtud y de la pobreza labradas en la inteligencia y nunca en el sufrimiento. Falsos antagonismos de recursos morales en tiempos de mensajes fáciles. Revés y envés de las necrópolis.
El código civil de los camposantos no ha escapado a las reglas del espectáculo. Las guías turísticas los incluyen con profusión en sus programas de atracciones monumentales. Y a decir verdad que hay cementerios preciosos. Pero, ¿qué les concede ese sentido estético? ¿Acaso los opulentos panteones? ¿Nombres históricos o idolatrados en las lápidas? ¿Epitafios geniales sobre la fusión tragicómica de la vida y de la muerte? Celebrado es aquel que reza: como padre, un ejemplo; como marido, un ejemplar. La muerte, manifestación de la vida tan fuerte como el alumbramiento, necesita de una pizca de humor para ser comprensible y aceptada. Humor con el negro de los lutos, por supuesto.
No hay pecado ni falta de respeto en saciar una curiosidad estética en estos lugares. Pero cuando se visita un cementerio con el inquilinato infinito de padres, esposos o esposas, y no digamos hijos, uno solo desea el abrazo del silencio, en compañía de la mirada a la sepultura, con los pensamientos en el desorden provocado por el dolor sin caducidad, y el placebo de una oración a las alturas, donde queremos imaginar que volveremos a encontrarnos.
ÁNGEL ALONSO