CARIDAD

Caridad, palabra con virtuosa mercadotecnia. De su identidad se desprenden sinónimos como amor. El cristianismo la eleva a lo más alto del trío de virtudes teologales. Es la mejor conexión de la deidad con lo más elevado de la condición humana. Convive en armonía con la ética, la religión terrenal de las personas de bien.

La palabra es grandeza teórica. Pero esa magnitud arrastra debilidades en la puesta en práctica, porque se conecta con frecuencia a la hipocresía del mensaje trucado en todo término grandilocuente. Patria y Dios son otros bien a mano. Queda sumergida en las picardías y trampas de sus antónimos, igualmente numerosos… y humanos.

La caridad no deja de convivir con sus ambigüedades inherentes. Su virtuosismo es el camuflaje de los perdones por trámite de urgencia, para poderosos y epulones que, con una mano quitan y con la otra dan, en farsante publicidad de una generosidad impostada, o sea, un recurrente lavado de conciencia.

La caridad tiene el lado oscuro de su medida en grandezas materiales tasadas en cifras de altos vuelos. Cuanto más se aporta, las más de las veces de lo que sobra, la sociedad jalea este amago de virtuosismo rodeado de fariseísmo. El donante se aúpa a ese altruismo por el truculento ascensor de una autopromoción. La generosidad auténtica exige la épica de dar en clave de compartir. Eso ocurre cuando se entrega lo que no sobra, incluso lo que falta, con la única firma del silencio o el anonimato. Estos son sus certificados de autenticidad. Tan sencillos y complicados a un tiempo.

En el ahora mismo que vivimos, la caridad no escapa a los tentáculos del negocio hasta con lo más noble y sagrado. Una secuela de la podredumbre que se ha instalado hasta en los valores supremos. Hablamos de crisis económicas y políticas, cuando la verdadera lacra de este tiempo anida en los sentimientos más profundos de nuestra supuesta racionalidad.

Llevo tiempo soportando llamadas telefónicas diarias, cuando no reiterada correspondencia de ONGs de primera línea, queriéndome tocar la fibra sensible de las catástrofes por doquier para hacer nuevas aportaciones o aumentar las que ya hago a plazo fijo. Las que hice en su día, y sigo haciendo desde el impulso de un corazón inquieto. Me irrita esta búsqueda que trastoca en mi interior la tranquilidad de mi conciencia solidaria por una pretendida conversión en cliente de la caridad. No haré ese camino.

Mendigo

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