Vivo allí, pero no soy hombre de ciudad. Resido en metrópoli, en capital nacional. Me dejo caer por localidad pequeña, de la que soy en alma, que no en censo, y en la que igualmente vivo, menos de lo que quisiera. Estoy hecho por fuerza a la sucesión de idas felices y regresos tristes.
Desde mucho antes de la pandemia que descubrió el idilio con lo rural, llamaba a ese éxodo la escapada. De muchas cosas: de las aglomeraciones, de la hostilidad de lo masificado, del estruendo del hormiguero, del veneno de la soledad contradictoria sintiéndote rodeado o asediado, de los relojes avaros de una, y no dos, como es precepto, vueltas de aguja horaria a la vida contenida en veinticuatro horas.
Me consuelan los amigos sobre la excelencia del modo de vida urbanita. Recurren al argumento de la oferta cultural profusa, de la variada opcionalidad de los ocios. Pero callan que casi todo es divisa de las modas. Casi nunca elige uno. Todo viene marcado por una estandarización de gustos y patrones intelectuales. La gran urbe tiene mucho de rebaño. Estos se dejan gobernar dócilmente por el pastor y su sicario, el perro. Con ese par basta… y sobra.
Es curioso, pero es en esos pueblos, que nunca han dejado de ser llamados en género el campo, donde me solazo con la cultura sin dobleces, plena de sinceridad, de la naturaleza, y con el mensaje tosco en oralidad, pero contundente en razón, de esos hombres rudos que circunscriben la existencia a una pequeña parcela de territorio y a los dibujos y colores caprichosos de los cielos. Poseen el magnetismo de la especialización. Somos tontos pretenciosos llamándoles paletos. Se les rasca y asoma el barniz rotundo del sentido común. Saben poco de los conocimientos enlatados, pero tienen bien aprendido que el buen producto sale de las entrañas de la tierra.
Los campos son el espectáculo sin trampa ni cartón de la naturaleza y sus caprichos que, como dama altiva, los tiene, incluso acompañados de monumentales cabreos que estremecen, contra la estulticia humana. Pero cuando se vuelve amable y hospitalaria es pura generosidad en regalos a los sentidos. Obsequia con el maravilloso ruido de los silencios para reflexionar, no para obligar a callar.
Los pueblos, los campos, hoy vacíos. A cambio, el hipócrita hormigón llena los espacios, para hacernos creer que somos felices teniendo y consumiendo. ¿Qué o quién ha urdido la estafa?
ÁNGEL ALONSO