Para que se haga una idea, querido lector, a mí, lo de ir a comprar ropa me gusta tanto como subir al Teleno, a la hora de la siesta y en plena ola de calor, como la que ahora nos aflige. Pero hay veces que no queda más remedio y por ello, el otro día, acudí a la tienda de una conocidísima marca de ropa, con el inevitable propósito de adquirir algunas prendas para renovar mi vestuario de verano.
Como hacía mucho calor en la calle y el establecimiento disponía de una eficacísima climatización, no tardé en sentir, incluso, un sentimiento de relajada atracción mientras me movía por varias secciones de la tienda, ojeando, sin prisa, los distintos expositores en los que se mostraban las prendas más atractivas de la temporada veraniega.
En principio, se trataba de adquirir solo un pantalón, pero el bienestar térmico que dominaba el ambiente, junto a las irrefrenables inclinaciones consumistas que todos tenemos, sobre todo, cuando nos informan de que nos encontramos en periodo de rebajas, hicieron que lo que iba a ser una compra única no tardó en convertirse en una compra de varias prendas, alguna innecesaria, como manda la tradición del consumismo desaforado.
Así las cosas, cuando ya considerada suficientemente renovado y actualizado mi vestuario estival nos dirigimos a las cajas y a las cajeras para abonar el importe de la compra. Y aquí fue donde surgió la sorpresa porque, después de mirar de un lado a otro, buscando el lugar donde debíamos pagar, alguien nos indicó que ya no existían ni las cajas, ni las cajeras. Las unas y las otras habían sido sustituidas por un ordenador, que estaba situado en la parte superior de un gran hueco y no lejos de un datáfono.
Tras superar la natural sorpresa y la inevitable inquietud, pude descubrir que el hueco era para depositar todas las prendas adquiridas, sin ningún orden o prevención, que la pantalla era para escribir digitalmente los datos que iba solicitando al cliente el ordenador y que, finalmente, el datáfono estaba ahí para efectuar el pago con tarjeta, eso sí, siempre y cuando el cliente hubiera conseguido completar con éxito los pasos previos que iban apareciendo en la pantalla.
Como soy mayor y de natural inseguro, llegué a temer que, durante el proceso de formalización de la compra, el ordenador me llegara a pedir datos sobre el misterio del Triángulo de las Bermudas o la desaparición de la enigmática civilización Maya, pero afortunadamente no llegó a tanto y, tras algunas dudas y ansiedades, conseguí llegar al final de la compra, eso sí, con el auxilio postrero de una dependienta, que había seguido a prudente distancia mis inseguridades.
Posiblemente, muchos llamarán a esto progreso o avance inevitable de las nuevas tecnologías. Pero, a mi modesto entender, creo que, a la hora de implantar los nuevos sistemas de venta, las empresas deberían considerar, además de los dolores de cabeza que nos producen estos cambios a los que conocimos la fabricación del SEAT 600, lo insufrible que resulta no poder tratar con un ser humano a la hora de adquirir una camisa, contratar un seguro del hogar o solicitar una consulta médica.
Yo no sé a usted, querido lector, pero yo prefiero poder seguir hablando con un dependiente que se llame Fermín o una cajera Mari Carmen, pongamos por caso, antes que tener que situarme delante de una pantalla de ordenador que, además de no dirigirme una sonrisa, no va a ser capaz de comentar conmigo lo del ingreso en prisión de Santos Cerdán.
Ángel María Fidalgo