El corazón partío entre el sentimiento y la burocracia. Astorga se lleva el primero. Madrid, el segundo. Una es del corazón: conmovedora; la otra es del censo y del pan: cerebral. En el territorio leonés, vivo. En el capitalino, resido. Ni punto de comparación entre geografías, aunque pueda parecerlo con este arranque ambivalente entre el querer y el deber.
Sin embargo, hay un matiz no baladí en el que Madrid dobla el brazo a Astorga en mis impulsos emocionales. Mi sitio de padrón es una localidad enraizada en la cultura de barrio que no percibo en Astorga, que establece las lindes de arrabal por parroquias eclesiásticas reglamentariamente santificadas, incluso en la traducción toponímica de la barriada.
Quizá no pueda ser de otro modo, cuando obispo y el alcalde ejercen una bicefalia de mando más sentimental que real, puede; pero, en cualquier caso, detectable en esos protocolos de ciudad pequeña con obsipado, atenta a las idas y venidas del bastón y del báculo, en ocasiones líneas paralelas que, por mucho que se prolonguen, nunca se encuentran. Buena pista nos ha dejado Giovanni Guareschi y su prolífica saga literaria y cinematográfica (Fernandel y Gino Cervi) de Don Camilo, donde las andanzas del párroco de sotana y el edil comunista, Peppone, están salpicadas de esa picardía de mortadela trufada, tan a la italiana.
Madrid lleva a gala la parcelación por barrios, sin necesidad de santidades, aunque cada uno salpicado de una liturgia vitalista, casi de misal. El gigantismo de su territorio da para el casticismo y la erudición, la tradición y la modernidad, el cosmopolitismo y el provincianismo, evolución de los sucesivos ensanches que la dan una vuelta importante a su rostro de década en década. Pueblos con autonomía municipal se han ido incorporando a la almendra urbana de la metrópoli. Habito en uno de ellos: Canillas, pegado a otro: Hortaleza, hermanados.
El sistema circulatorio de Madrid ha sido el barrio, una micronacionalidad, peldaño, que no desencaje, de cotas superiores de pertenencia colectiva. Nos permitimos con gradual orgullo ser canillenses u hortalinos, madrileños, españoles, europeos y ciudadanos del mundo, y lo mismo vale, eslabón por eslabón, para la pertenencia astorgana. Ser y sentirse de todas partes es una grandeza.
Mi (o nuestro) orgullo de barriada permite practicar la lírica del origen de sangre en otras localidades, pequeñas o grandes. Madrid es villa de sincera acogida. El barrio es el consuelo legítimo de las melancolías de otras tierras.
ÁNGEL ALONSO